“¡Soltame el cuello hijo de puta!”. Los gritos rebotaban como puñaladas entre los pasillos internos, las escaleras, y la cochera del edificio de la calle Saavedra al 200 en Ramos Mejía. No había horarios ni feriados para que la pareja del primero C estallara en ira. La desesperación de una relación enfermiza, la bronca y la impotencia se fusionaban en lo que comenzaba como discusión y terminaba en pedido de auxilio.
“¡Tu vieja te metió mierda en la cabeza. ¿Ahora te querés separar? Las pelotas!”. Fuimos varios los inquilinos que sospechábamos lo peor. Él le pegaba. Nunca pudimos confirmarlo, sólo deducir el ruido que parecía de golpes de muebles y posibles empujones. Reinaba la indiferencia, los oídos sordos. Sólo alguna que otra vez vi como la morocha del cuarto B hablaba por lo bajo con algunos de la otra torre, a quienes apenas conocía. Hacían gestos, fruncían el ceño, y señalaban a la ventana del epicentro de la violencia.
“¡Estás todo el día acá al pedo y encima me rompés las bolas que recién llego de laburar. Sos una inútil. No servís ni para coger!”. Nunca voy a olvidar esos insultos, esos ruidos, esos gritos. Tampoco voy a olvidar que hasta el día que me fui de ese edificio de Saavedra al 200, ninguno de nosotros, “testigos encubridores”, había intercedido entre la pareja del primero C.
O a nadie le importaba o reinaba la impotencia. “La situación es de ámbito privado. Si no viene la damnificada, no podemos hacer nada. Tenés que ir a la Municipalidad y hacer una denuncia por ruidos molestos”. Cuando escuché eso de una oficial de policía que abría la boca exageradamente para mascar chicle y responder mis dudas, entendí que la burocracia no penetra en los senos familiares. Ya pasó casi un año desde que me fui y hasta el día de hoy no sé qué será de la vida de esa pareja del primero C.
“Siempre me hacés lo mismo pelotuda, no te das cuenta…”. Alcancé a escuchar ayer por la tarde cuando entraba ahora al edificio de la calle Pizzurno al 300. Casualmente, esta pelea a gritos pelados también venía del primer piso. “Pasa todos los días, parece que él la caga a palos”, me dijo el portero cuando lo miré y entendió que si no comentábamos algo íbamos a ser corresponsales del silencio, responsables de la hipocresía. Me dio el pié, le conté mi experiencia, y quedamos en llamar a un centro de atención a la víctima de violencia doméstica.
A nivel nacional, hoy la noticia gira en torno de Carla Figueroa. Su marido estuvo preso ocho meses porque ella misma denunció que la había violado, pero lo perdonó y a fines de octubre se casó con él con la intención de rehacer su vida. El fin de semana pasado, Carla apareció muerta. Su marido, el mismo a quien había perdonado, la acribilló a cuchillazos.
“Yo pateé la puerta, me desgarré las dos caderas de tanto patear... me abre la puerta, sin prender la luz veo a Carla paradita, que me tiraba los brazos y él la seguía apuñalando. Él me abre los brazos llenos de sangre, la volvió a acomodar en el piso y le seguía dando", contó consternada la madre de Marcelo Tomaselli, el asesino.
Carla, sin dudas, fue una víctima más de los “oídos sordos”. Como posiblemente todavía lo sea la chica del primero C de la calle Saavedra y como lo definitivamente es la del primer piso de la calle Pizzurno. El resto, corresponsales del silencio, responsables de la hipocrecía.
Según estadísticas, en lo que va de 2011 murieron alrededor de 240 mujeres en femicidios. En tanto, la violencia contra las mujeres es un problema social que, a lo largo de la historia de la humanidad, se ha naturalizado y arraigado culturalmente. Consiste en todo acto o amenaza de violencia física, psicológica, sexual o económica que expresa la desigualdad existente entre varones y mujeres. Se lo puede denunciar al 0800-555-0137 en Provincia, o al 137 en la Ciudad de Buenos Aires, las 24 hs. los 365 días del año.
14 de diciembre de 2011