Paul McCartney lo hizo de nuevo. Ante más de 55 mil personas, el ex Beatle cerró el tramo argentino de su One On One Tour con prolijidad británica, el timing que le han legado los años de oficio y el medido sentimiento de la superestrella que sabe qué fibras tocar para provocar una reacción en cadena.
El show comenzó a las 21.20, luego de que la lata de recuerdos que giraba en la pantalla le abriera paso al icónico bajo del hombre de Liverpool, y a fragmentos de "A day in the life" y "The end", esa canción que dice: "Y, en el final, el amor que recibes es equivalente al amor que das". La elección no es casual para quien sabe que su legado atraviesa generaciones, nacionalidades y creencias, y que, a los 73 años, se erige como un sobreviviente. Entero, lúcido y prolífico, pero sobreviviente al fin.
"¡Hola Buenos Aires! ¿Qué onda, che?", fue el saludo que eligió el músico durante su segundo show en el Estadio Único. Poco antes, "A hard day's night" había irrumpido como un trueno de alegría flequilluda en la fría noche platense, seguida por la más contemporánea "Save us". La montaña rusa, ahora sí, estaba en marcha.
Con altos y bajos, colores, matices y golpes directos al corazón nostálgico, McCartney no se salió del setlist que presentó en Córdoba y que repitió el martes pasado sobre ese mismo escenario. El único cambio se dio en los bises, donde decidió dejar afuera a "Hi, Hi, Hi" para darle lugar a otro clásico de la era Wings, "Jet".
Pero, aún cuando se respetó milimétricamente el orden de las 39 canciones que eligió para esta gira, McCartney consiguió brindar una sensación de frescura al show. Y eso no sólo por el juego de cancheras intervenciones y gestos que monta entre tema y tema, sino también por la solidez de su banda. Los músicos que lo secundan otorgan un sonido limpio y preciso cuando la ocasión así lo requiere, pero también sacan a relucir los yeites del rock and roll más puro en piezas como "Back in the U.S.S.R." o "In spite of all the danger", el tema de esos primigenios Beatles que se llamaron The Quarrymen.
Es cierto que hay canciones que hoy pueden sonar algo crueles para McCartney, pero él no pide disculpas ni busca maquillar esas inseguridades con segundas voces que lo apoyen. Por el contrario, que se anime a "Maybe I'm amazed" o "Here, there and everywhere" demuestran que sus ganas de que el público las escuche resultan más fuertes que cualquier vanidosa restricción. Y la gente se lo agradece, y canta con él y se emociona por esa comunión de recuerdos que sobrevuelan el estadio.
Pero el británico no quiere que se lo tome como una pieza de museo. Por eso, intercala esos segmentos casi de fogón con algunas perlas de sus últimos trabajos solistas. Allí está la bella "My Valentine", con pantalla cortada entre las interpretaciones en lenguaje de señas de Natalie Portman y Johnny Depp. También suena la revoltosa "Queenie eye", del disco New (2013), y la más reciente aún "FourFiveSeconds", originalmente interpretada por McCartney junto a Rihanna y Kanye West.
No hubo, esta vez, ninguna niña que se animara a tocar el bajo con el ídolo. Sí subieron al escenario cuatro chicas que cumplían años y lo hicieron saber a través de carteles; cada una de ellas se llevó como regalo un autógrafo del ex Beatle sobre la piel que, prometieron, mutarán en tatuajes, además de un abrazo cerrado que derivó en un improvisado pogo. Luego sonó "Birthday", con ese sonido furioso y fiestero que puso a todo el mundo nuevamente a bailar.
Tras más de dos horas y media de show, Paul agradeció a los técnicos, a su banda y, especialmente, a su público. Y poco antes de despedirse, entonó "Golden slumbers", "Carry that weight" y "The end", esa trilogía perfecta para cerrar un recital enorme, vibrante y repleto de emociones que buceó dentro del legado de un hombre clave para la historia de la música.