Parrilla sexual: radiografía del "Cabaret de campo"
Un audaz cronista relata en primera persona cómo fue la experiencia de visitar un "cabaret de campo", donde comprobó que el "chori-pete" existe y está en el Conurbano. Olor a bosta, preservativos usados y carne quemada. Ignorancia, hambre y necesidad: el lado oscuro de la historia.
Terminábamos de entrevistar a uno de los “12 Apóstoles” en una cárcel de Los Hornos. Los “apóstoles” se hicieron dueños de un mito urbano sin precedentes: comer empanadas hechas de guardiacárceles durante el motín en Sierra Chica, el más sangriento de la historia Argentina. En los siete días en que los presos dominaron esa cárcel, hubo siete asesinatos, “se cocinaron empanadas con la carne de los muertos y hasta jugaron al fútbol con la cabeza de uno”. En la entrevista, nuestro interlocutor contaba cómo se inició en el delito (“por rebeldía con su padre se juntaba con los chicos de la villa”); recordaba su primer asalto a una pañalera; su inicio como homicida (“la increíble sensación de matar”) y otras anécdotas lúgubres, antes de convertirse al evangelio “para ser pastor”. Un verdadero apóstol. Nadie es lo suficientemente escéptico a estas historias que los periodistas escuchamos una y otra vez.
Así, dejamos esas anécdotas apostólicas (que ya contaré en otra oportunidad) del espeso aire carcelario y paramos en una parrilla en la ruta 36 cerca de La Plata (nada de empanadas). Sin quererlo, el dueño del precario almorzadero al paso nos ofrece “de postre” visitar otro lugar “donde hay chicas y nenas para pasar el rato”. Atorado, tomé el último trago de vino tinto mirando fijamente a mi colega: no podíamos creer lo fácil que se investiga en algunas zonas de la provincia de Buenos Aires. Sólo hay que patear la calle (dicen los manuales de periodismo) y la realidad es la mejor fuente de información. Nuestra capacidad de asombro seguía intacta. Cruzamos la rotonda, avanzamos unos metros y a la derecha asomaba incrustada en el barro una horrible casilla de madera mal pintada, rodeada de chanchos, basura, caballos y gallinas. Del mito apostólico de la cárcel de Los Hornos, el destino nos llevó a lo que ningún periodista había mostrado: el choripete. Otro mito urbano que revistas como Rolling Stone habían contado sólo como posibilidad. Teníamos la fortuna o el olfato de estar frente a una parrilla sexual. No había menores. Era una suerte de cabaret de campo cuyos clientes visitan por el combo nacional: mientras se disfruta de un chori, se puede optar entre el pete o el billar por dónde caminan las gallinas. O el pool. Se complica hacer todo a la vez donde el olor a bosta, a preservativo y a carne quemada lo inunda todo. Las otras carnes calientes son las sobresalen de las chicas que atienden. Todo cumple a rajatabla con los requisitos del choripete. Nos miramos una vez más con mi colega y ninguno se animó a poner el cuerpo. Sabemos que el periodismo es una profesión de riesgo, pero todo tiene sus límites. Volvimos con la expectativa de que el destino fortuito nos acompañara y aparecieron un par de voluntarios en el equipo con la disposición necesaria para comprobar el choripete. El periodismo necesita desconfiar: hipótesis y refutación; fuentes, chequeo y comprobación. Popper, Kant y Lacatos, entre otros, señalaron la importancia de lo empírico en el método científico. Al igual que el buen periodismo necesita comprobar antes de publicar. No alcanzaba con que nosotros mismos habíamos visto los choripanes y las chicas que ofrecían servicios: faltaba comprobarlo.
Santiago (un camarógrafo al que apodábamos “el calentón”) estuvo dispuesto a poner el cuerpo. Se calzó la cámara oculta (dispositivo tan polémico como irrecusable al momento de comprobar el delito) y a comer. Marchó como buen argentino al palo, al lugar donde el servicio incluye la sobremesa (no hace falta aclarar que el lugar no cumplía con ninguna norma sanitaria. Tampoco sabíamos si había esclavas sexuales, entre otras irregularidades potencialmente delictivas). Mientras tanto la misma chica que te pone el chorizo en el pan (me veo tentado con el chiste fácil), puede hacerte lo segundo. O pueden ser distintas. Cada uno elige. Incluso hasta puede ser un muchachote vestido de mujer. Es sólo cuestión de gustos: lo importante es el menú, a pura carnalidad. Bien argento. La vida moderna exige rapidez. Todo es al paso aprovechando bien el tiempo. Incluso en el Buenos Aires profundo, entre las calles de barro, falta casi todo menos clientes. A esa hora del mediodía en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, eligen el coffee break y el fast food. Pero el auténtico argentino, ese que pasa alguna vez pasa por el conurbano, suele comerse un chori. Imagine la escena: ella se va desnudando mientras te sirve un vaso de vino y te va cocinando el choripán. El cliente pone lo suyo.
Fuimos en equipo (por razones de inteligencia y de ánimo). Éramos cuatro. Un camarógrafo y yo estábamos en un auto (atrás de una montaña de basura) grabando el ingreso de nuestro hombre. El otro camarógrafo llevaba la oculta y era acompañado por un periodista. Tomaron vino y comieron choripán. Pasaron al cuarto de atrás, después de pagarle al gordo que está medio dormido, medio bañado y medio borracho detrás de la barra. Antes de entrar se nota algo de nerviosismo. Salen con una sonrisa. Cuándo nos reencontramos todos estábamos entusiasmados. Nos duró poco. Entonces supimos que el destino no era tan venturoso y la tecnología nos había abandonado. Como el desodorante. La cámara oculta no había grabado nada. Tuvimos que hacer todo de nuevo. Volvimos a la semana para no despertar sospechas. Otro “topo” de nuestro equipo encabezó el operativo. Esta vez llevamos dos cámaras ocultas. Una la llevó Santiago (esta vez de acompañante) y Carlos, el nuevo infiltrado, llevó la principal. Una tercera cámara (esperó en el auto con nosotros, haciendo plano más generales). Los vemos entrar. Los grabamos. La otra cámara oculta lo sigue y graba bien los diálogos antes de pasar a la habitación. Una vez allí las dos cámaras muestran todo. Graban nítidamente la charla con la trabajadora sexual (antes y después del acto). No hay esclavitud, es pura necesidad. Muchas son madres con hijos chicos con hambre y sin marido. Otras confiesan que no saben hacer otra cosa que el oficio más viejo del mundo, aggiornado al paso. Al final, charlan con el encargado que les cuenta más sobre este invento bien argento. Estaba todo grabado y bien probado. El choripete existe y no es ningún mito.
Así, dejamos esas anécdotas apostólicas (que ya contaré en otra oportunidad) del espeso aire carcelario y paramos en una parrilla en la ruta 36 cerca de La Plata (nada de empanadas). Sin quererlo, el dueño del precario almorzadero al paso nos ofrece “de postre” visitar otro lugar “donde hay chicas y nenas para pasar el rato”. Atorado, tomé el último trago de vino tinto mirando fijamente a mi colega: no podíamos creer lo fácil que se investiga en algunas zonas de la provincia de Buenos Aires. Sólo hay que patear la calle (dicen los manuales de periodismo) y la realidad es la mejor fuente de información. Nuestra capacidad de asombro seguía intacta. Cruzamos la rotonda, avanzamos unos metros y a la derecha asomaba incrustada en el barro una horrible casilla de madera mal pintada, rodeada de chanchos, basura, caballos y gallinas. Del mito apostólico de la cárcel de Los Hornos, el destino nos llevó a lo que ningún periodista había mostrado: el choripete. Otro mito urbano que revistas como Rolling Stone habían contado sólo como posibilidad. Teníamos la fortuna o el olfato de estar frente a una parrilla sexual. No había menores. Era una suerte de cabaret de campo cuyos clientes visitan por el combo nacional: mientras se disfruta de un chori, se puede optar entre el pete o el billar por dónde caminan las gallinas. O el pool. Se complica hacer todo a la vez donde el olor a bosta, a preservativo y a carne quemada lo inunda todo. Las otras carnes calientes son las sobresalen de las chicas que atienden. Todo cumple a rajatabla con los requisitos del choripete. Nos miramos una vez más con mi colega y ninguno se animó a poner el cuerpo. Sabemos que el periodismo es una profesión de riesgo, pero todo tiene sus límites. Volvimos con la expectativa de que el destino fortuito nos acompañara y aparecieron un par de voluntarios en el equipo con la disposición necesaria para comprobar el choripete. El periodismo necesita desconfiar: hipótesis y refutación; fuentes, chequeo y comprobación. Popper, Kant y Lacatos, entre otros, señalaron la importancia de lo empírico en el método científico. Al igual que el buen periodismo necesita comprobar antes de publicar. No alcanzaba con que nosotros mismos habíamos visto los choripanes y las chicas que ofrecían servicios: faltaba comprobarlo.
Santiago (un camarógrafo al que apodábamos “el calentón”) estuvo dispuesto a poner el cuerpo. Se calzó la cámara oculta (dispositivo tan polémico como irrecusable al momento de comprobar el delito) y a comer. Marchó como buen argentino al palo, al lugar donde el servicio incluye la sobremesa (no hace falta aclarar que el lugar no cumplía con ninguna norma sanitaria. Tampoco sabíamos si había esclavas sexuales, entre otras irregularidades potencialmente delictivas). Mientras tanto la misma chica que te pone el chorizo en el pan (me veo tentado con el chiste fácil), puede hacerte lo segundo. O pueden ser distintas. Cada uno elige. Incluso hasta puede ser un muchachote vestido de mujer. Es sólo cuestión de gustos: lo importante es el menú, a pura carnalidad. Bien argento. La vida moderna exige rapidez. Todo es al paso aprovechando bien el tiempo. Incluso en el Buenos Aires profundo, entre las calles de barro, falta casi todo menos clientes. A esa hora del mediodía en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, eligen el coffee break y el fast food. Pero el auténtico argentino, ese que pasa alguna vez pasa por el conurbano, suele comerse un chori. Imagine la escena: ella se va desnudando mientras te sirve un vaso de vino y te va cocinando el choripán. El cliente pone lo suyo.
Fuimos en equipo (por razones de inteligencia y de ánimo). Éramos cuatro. Un camarógrafo y yo estábamos en un auto (atrás de una montaña de basura) grabando el ingreso de nuestro hombre. El otro camarógrafo llevaba la oculta y era acompañado por un periodista. Tomaron vino y comieron choripán. Pasaron al cuarto de atrás, después de pagarle al gordo que está medio dormido, medio bañado y medio borracho detrás de la barra. Antes de entrar se nota algo de nerviosismo. Salen con una sonrisa. Cuándo nos reencontramos todos estábamos entusiasmados. Nos duró poco. Entonces supimos que el destino no era tan venturoso y la tecnología nos había abandonado. Como el desodorante. La cámara oculta no había grabado nada. Tuvimos que hacer todo de nuevo. Volvimos a la semana para no despertar sospechas. Otro “topo” de nuestro equipo encabezó el operativo. Esta vez llevamos dos cámaras ocultas. Una la llevó Santiago (esta vez de acompañante) y Carlos, el nuevo infiltrado, llevó la principal. Una tercera cámara (esperó en el auto con nosotros, haciendo plano más generales). Los vemos entrar. Los grabamos. La otra cámara oculta lo sigue y graba bien los diálogos antes de pasar a la habitación. Una vez allí las dos cámaras muestran todo. Graban nítidamente la charla con la trabajadora sexual (antes y después del acto). No hay esclavitud, es pura necesidad. Muchas son madres con hijos chicos con hambre y sin marido. Otras confiesan que no saben hacer otra cosa que el oficio más viejo del mundo, aggiornado al paso. Al final, charlan con el encargado que les cuenta más sobre este invento bien argento. Estaba todo grabado y bien probado. El choripete existe y no es ningún mito.
Periodista. Cronista del Programa GPS. Especial para 24CON