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La gran historia de la Pequeña P.

La increíble vida de un travesti que peleó por la fama y terminó ahorcado con cables en su casa de Gualeguaychú
Sabado, 28 de febrero de 2009 a las 14:06
Alguna vez se llamó Mario Atún, apellido difícil aún para un hombre. Nunca pudo encontrarse en ese cuerpo extraño con el que la naturaleza había vestido su alma femenina. Esa fue su primera batalla: la que libró con sus hormonas, sus miedos, sus fantasmas, sus deseos.
En Gualeguaychú, la fama y la libertad tienen un precio desorbitado. No cuenta con el crédito del anonimato ni con el cheque en blanco del desinterés ajeno. Mario estaba destinado a convertirse en un ser gris. En un Atún, vaya paradoja.
Pero libró esa, su primera batalla. Y la ganó. Haciendo alarde de una ingenuidad que conservaba, Mario Atún se desplomó para siempre en el abismo de los errores y se transformó en Pequeña P. Para los que precisan encasillarlo, Pequeña P. es un travesti. Si no, alcanzaría con decir que era una artista con pretensiones, de esas que querían salir en los diarios y en las revistas con todo el glamour y la pompa de los grandes.

Empezó bailando en los carnavales de Gualeguaychú, siguió de gira por boliches de todo el país, se sentó en las rodillas de muchos famosos que la aplaudían después de sus sensuales contorneos.
Atún murió y surgió el artista desparpajado y fiestero que se vino a la Capital a probar suerte. No sólo la probó sino que le gustó, la saboreó, la paladeó como el mejor de los manjares. Llegó lejos la Pequeña: actuó con Tristán y la Salgueiro; hizo teatro del bueno, del de Sofovich, un grande…
Pero Pequeña P. era de Gualeguaychú y allá volvió, enamorada de Miguel, un remisero que le llevaba facturas a la mañana para desayunar como Dios manda.
Regresó con un bolso con poca ropa y muchos recuerdos: sus peleas con Florencia de la V., (¿Tendrán tanto miedo a los apellidos que sólo eligen una sola letra para bautizarse?), con modelos en relativo ascenso y en descenso vertiginoso. Se llevó un par de hojas recortadas de Gente y Caras, donde se veía la sonrisa de neón de ella misma. Acarreó baúles de anécdotas de la noche en la Gran Ciudad. Arrastró sus sueños de seguir en la actuación.


Y se metió en El Angel, un boliche gay de Entre Ríos al que muchos van para olvidar sus penas de género.

Pequeña P, como quien dice, se aquerenció con el lugar. Y no se fue más.
Pero algo pasó. Hace unos días, el cadáver que ya no importa si es de hombre o de mujer apareció colgado de un techo, de una horca improvisada con cables baratos. Su novio la había despedido para ir a trabajar, después de dejarle sobre la mesa las mediaslunas intocadas.
Pequeña P tenía 27 años y su muerte terminó de regalarle la fama que tanto quería. Nomás en Google  hay más de ocho millones de entradas con la noticia de su muerte. Circulan fotos de ella con David Nalbandian, se recuerdan sus entuertos con la Vanucci y con Florencia de la V. Se evocan sus fugaces destellos de fama.
Pequeña P. desapareció de la tierra, se esfumó como lo hizo Mario Atún. Así es la vida, cuando no se tiene cuerpo.