"Me jugué el viaje de egresados de mi hija y sus 23 compañeros"

Cada vez hay más salas de bingo en el Conurbano, pero también ludópatas. Testimonio desgarrador y la preocupación de Jugadores Anónimos a 24CON.

Por Leticia Leibelt
Una ficha. Un cartón. Una apuesta. Así empieza todo. Dentro de la sala de juego uno advierte rápidamente que las personas no se diferencian demasiado de las máquinas que las rodean: son autómatas que miran sin mirar, se mueven sin moverse y sólo están pendientes del próximo giro de los rodillos, del próximo número en la ruleta o de la próxima bolilla.

Ninguno observa lo que pasa a su alrededor. Ni siquiera aquel que tiene a su lado, casi quitándole el oxígeno, a un grupo de personas que pretende abalanzarse sobre su máquina cuando la abandone porque, según se corrió el rumor, es “la que más paga”. La música que emiten estas tragamonedas – o “slots”, como les dicen los que saben – es irritante pero, al mismo tiempo, casi excitante. Y, en medio de este caos de ruido y adrenalina, indistinguibles del resto de los mortales, están ellos: los jugadores compulsivos.

Tres cosas son ciertas sobre la ludopatía: que es una enfermedad – la OMS la reconoció como tal en 1980 –, que es “invisible” – porque, a diferencia de otras adicciones, no deja marcas físicas a quien la padece – y que no distingue sexo, edades ni – mucho menos – clases sociales.

Los bingos que desde la década del ’90 invadieron el Conurbano reciben gente de todos los perfiles que, seducida por el bajísimo valor de las apuestas – las mínimas oscilan entre 5 centavos y un peso – cae en la tentación de probar suerte. En la puerta, se puede ver entrar a obreros que salen del trabajo, jóvenes que buscan “sacarse gratis” la salida del fin de semana y hasta señoras a las que dejan pasar con la bolsa de las compras, que llenaron hace apenas segundos en la verdulería de la otra cuadra. Nada parecido a los grandes apostadores de Las Vegas que se ven en las películas. 

“El que tiene menos recursos juega exactamente lo mismo que el que más tiene. El segundo pierde una casa, pero el primero pierde la comida de su familia. Hay casos de gente que se ha jugado a dar vuelta un naipe los últimos veinte pesos que tenía, que eran para comprar la leche de sus hijos. Así empiezan a jugarse el sueldo y sacar créditos”, explica a 24CON Gustavo, integrante de de Jugadores Anónimos (J.A.). 

“El jugador tiene una doble cara. Puede disimularlo más que el adicto a las drogas o al alcohol. Pero se comprobó que esto es más adictivo que la cocaína, y también te lleva a la muerte, a la locura y a la cárcel. Algunos estuvieron en neuropsiquiátricos o presos mucho tiempo”, agrega.

Gustavo tiene 45 años – 20 de ellos padeció este problema – y hace siete que no pisa una sala de juego. “Desde muy chico me gustó jugar con mis amigos, era muy competitivo y organizaba las apuestas, o alguna mesa de póker. Hasta que conocí los casinos y los bingos y no pude parar. No fui preso de milagro, porque robé, mentí y estafé demasiado. Me llevaba plata del trabajo, engañaba a amigos, a prestamistas. Todavía tengo deudas de mi carrera de juego. Llegué a perder 40 mil pesos en unas horas”, relata.

Uno de los episodios con los que “tocó fondo” y decidió buscar ayuda involucró a su familia: “Me jugué el viaje de egresados de mi hija mayor y sus 23 compañeros de curso, porque los padres me habían dado la plata para que la guardara. Pensé que era lo máximo que podía haber hecho. Lo tuve que blanquear con un padre amigo, que me bancó la plata hasta que pude devolvérsela”, recuerda.

“Pensé muchas veces en el suicidio, pero no me animé. Creía que no tenía futuro”, confiesa también, y en seguida aclara que ingresar al programa de autoayuda le “salvó la vida”. “Se puede ser feliz sin jugar”, reconoce hoy.

Quedate un rato más

La oferta de lugares donde apostar se amplía año tras año. Actualmente, existen dos empresas que tienen en su poder la mayoría de los bingos del Conurbano Bonaerense: Grupo Codere y Grupo Midas. El primero – el más grande – es dueño de los bingos de Ramos Mejía, San Justo, Lomas del Mirador, San Miguel, San Martín, Temperley, Lomas de Zamora, La Plata, Lanús y Morón. El segundo nuclea a los de Caseros, Ciudadela, Hurlingham y Merlo.

Por su parte, los bingos Avellaneda, Alto Avellaneda y Florencio Varela son del grupo AGG. Además de otros “independientes”, como Bingo Oasis de Pilar y King de San Fernando, Tigre cuenta con el Trillenium Casino y Quilmes tiene dos salas: Bingo Quilmes y Golden Jack. Eso sin contar los hipódromos de La Plata y San Isidro, lugar predilecto de los famosos “burreros”. 

Desde la alfombra roja – que parece gritar “bienvenido” – hasta la atención constante de los empleados, el propósito es uno solo: prolongar la estadía del cliente. Claro que, en el caso de los jugadores compulsivos, esto se convierte en un incentivo peligroso.

“En las salas no hacen nada si te ven jugando mucho tiempo. Entrás y no sabes si es de día o de noche, si llueve, si hace frío o calor. No tenés un solo reloj ni vista hacia el exterior. Te atienden como un rey, con todo el confort del mundo. Era el lugar donde yo me sentía más cómodo y seguro”, señala Gustavo. Mientras que Pablo, otro jugador en recuperación, agrega: “Eso es una paradoja, porque después salís hecho mierda, dolorido, angustiado”.

Jugadores Anónimos advierte que en los municipios “no hay una regulación efectiva del juego” y, por eso, cada vez hay más consumo. La multiplicación de salas, que además permanecen abiertas las 24 horas, hizo que en los últimos tiempos J.A. deba aumentar la cantidad de grupos de atención. 

“Está empezando a jugar gente cada vez más joven y muchas mujeres: el ama de casa que tiene el tiempo libre y que lo empieza a hacer como un divertimento”, dicen sus integrantes.


En el Programa de Prevención y Asistencia al Juego Compulsivo de Lotería de la Provincia confirman estas teorías: en lo que va de 2010, atendieron más de 3500 consultas en sus ocho centros de atención, tres de ellos ubicados en localidades del Conurbano: La Plata, Morón y Vicente López. No es un dato menor que los dos últimos sumaron casi la mitad del total de las consultas.

En cuanto al juego más adictivo, Gustavo no lo duda: “los slots”. Y tiene razón. En el Programa de la Lotería bonaerense brindaron más de 2.200 atenciones a jugadores compulsivos de las máquinas tragamonedas. Las salas más adictivas son, por lejos, las de bingo: el 78% de los que pidieron ayuda aseguró frecuentarlas. 

La ilusión de ganar

“Es como tener cuatro amantes al mismo tiempo: hay que tener dinero, la disponibilidad de tiempo, mentir sobre dónde te encotrás. Es todo una cagada”, define Pablo, que afirma sin dudar: “La última vez que jugué fue el 13 de noviembre de 2001, me acuerdo como si fuera ayer”.

Al igual que Gustavo, su compañero comenzó de chico. “Apostaba a las cartas y a los dados, y después, a los 12 años, empecé a tener suerte con la Quiniela. A la salida del colegio pasaba por la agencia, retiraba lo que había ganado y volvía a jugar. No me daba cuenta del riesgo que estaba corriendo”, reconoce.

Los dos casos parecen demostrar que, al ingresar de lleno al mundo del juego, el dinero no es lo único ni lo más importante que se puede perder. “El nacimiento de mi hijo menor lo festejé en el casino. Después de verlo cuando llegó al mundo, dejé a mi mujer en la clínica y me fui a comer y a jugar”, cuenta Pablo.

 


Es que, más allá de las escasas chances que existen para el “jugador social” de recuperar o multiplicar lo apostado, “el jugador compulsivo no tiene ninguna posibilidad de ganar”, aclara Gustavo. “Porque puede ganar un día, pero va a buscar más y seguir jugando hasta quedarse sin nada. Yo he ganado el valor de un departamento en Recoleta, pero lo perdí a los 15 días”, asegura.

Para peor, si pierde, el ludópata “busca revancha, como si el juego te fuera a devolver lo que te sacó”.

“Yo quedé fundido, con deudas bancarias enormes, pero, en definitiva, el dinero iba y venía. La pérdida que te provoca más derrotas es la de los afectos: perder la familia, los hijos, los amigos. Quedás aislado y derrotado”, coincide Pablo, que añade: “Me llevó un buen tiempo recomponer mi situación matrimonial. Había dejado un campo totalmente desértico”.

Las historias de estos dos compañeros tuvieron un final feliz, pero no definitivo. Ambos saben que la tentación sigue cerca, a una apuesta de distancia. Por eso dicen que, por su propio bien, evitan pasar cerca de cualquier sala de juego. “Tengo la próxima puerta ahí, al alcance”, admite Gustavo, casi como un lamento.
 
Después de pasar tres horas frente a una máquina, una señora se percata de la hora y decide que, por hoy, es suficiente. Antes de salir del bingo, pasa por la caja para cobrar las pocas fichas que le quedan en su pote. El empleado las cuenta: 21 pesos. Lo suficiente como para pagar el taxi de vuelta a casa. La señora recibe el dinero y abre su cartera para guardarlo: un billete de 20 y una moneda. Pero examina con más cuidado y se da cuenta de que no se trata de un peso, sino de una ficha, igual a las que hace algunos segundos estaba canjeando. Mira a su alrededor. La máquina que tiene a su lado se acaba de desocupar. “Está bien. Sólo una ficha más”, piensa. Y se vuelve a sentar.  

 

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