La libertad que se esconde en el penal de Ezeiza

Raúl Malosetti es músico y enseña guitarra en la Unidad 31 de Ezeiza. 24CON lo acompañó y habló con las internas que participan de su taller. ¿Cómo viven? ¿Quién las contiene? ¿Por qué la música les ayuda tanto? Mate, guitarra y confesiones.

Un simple miércoles de abril, temprano por la mañana, Raúl Malosetti espera en su departamento de Mataderos, dispuesto a viajar hasta Ezeiza, precisamente al penal 31 de mujeres, donde dicta clases dos veces a la semana. Porque Raúl es músico, y primo de Javier y sobrino de Walter (otros músicos de renombre). Aunque en sólo unas horas, dejará entrever que su labor va más allá de la docencia.

Raúl atraviesa tranquilo el hall del edificio. Guitarra en hombro camina hasta el auto, sube y emprende viaje. Primero General Paz, luego Autopista Richieri. El tránsito ayuda a la charla para que se desprenda afable. Hace 6 años que es coordinador de los talleres de música que organiza el ministerio de Cultura de la Nación. Pero no está solo, lo acompañan Hugo Ferreira en percusión, que da clases en la Unidad 19 de jóvenes y adultos varones, y Javier Zentner en coro en la Unidad 3 para mujeres, también de Ezeiza.

En medio del viaje, increíblemente lo que va describiendo Raúl se ilustra sobre la colectora de la Autopista. Como en una especie de paseo turístico, el guía y piloto a la vez cuenta anécdotas de las cárceles que se asoman como edificios monstruosos, alambrados casi hasta el cielo, que ahora se deja ver celeste y radiante. “Esta es de máxima seguridad”, dice Raúl sobre el penal 19, y agrega: “La 3 de mujeres es bastante complicada, hay motines y encima tiene sobrepoblación de presas”.

Al llegar a la 31, el nerviosismo va disminuyendo hasta casi esfumarse en una sensación de confort. Raro, pero real. “Yo a veces no me doy cuenta que vengo a una cárcel, recién caigo cuando camino por el pasillo y veo las rejas del pabellón, sino es casi como venir a una escuela”, dice el “profe” –como le dirán más adelante-. Todavía faltaría un rato para presenciar la clase, porque en la recepción de la penitenciaría inesperadamente ponen un freno: “Aún no mandaron el fax con la autorización para que ingrese un periodista”, dice una oficial mientras no para de atender llamadas de teléfono.

Pese a que Raúl había tramitado el permiso desde hacía dos meses, con la mejor buena voluntad… esperamos con paciencia. En el ínterin del reposo improvisado, el rumor de que a las 12 habría motín era cada vez más fuerte. Esa fue la bienvenida.

 

El blues de la libertad

La clase tendría que haber empezado hacía unos 15 minutos, a las 10. Raúl, preocupado por la situación, entra a “afinar las guitarras”. Recién dos horas después, llegó el supuesto fax proveniente de alguna bendita secretaría y, con la compañía de profesionales del área de educación del Servicio Penitenciario, llegamos a la biblioteca del penal, donde esperaban unas 10 chicas sentadas alrededor de una mesa ancha, y cada una con su respectivo instrumento.

Sin perder el tiempo, el “profe” pone en marcha el motor musical femenino y saluda de entrada con una seguidilla de 2 temazos: “Elvira” de Pappo y “Vasos Vacíos” de Los Fabulosos. Las internas acomodan sus dedos sobre el diapasón, construyen acordes y llevan el ritmo rasgueando. Algunas entonan más que otras, pero de todas formas todas cantan. 

“Acá se me llena el espíritu. Si no tengo música no tiene sentido nada. Vengo de una familia de músicos, aunque me cuesta más que al resto. Pero sigo, persevero y me gusta. Al profe lo quiero mucho y es lo más grande que tenemos”, dice Silvina, una de las pocas “chicas” autorizadas por un juzgado para dar la entrevista.

Ella lo conoce a Raúl desde que comenzaron los talleres. Es museóloga, rubia y tiene un tono de voz maternal que se aleja considerablemente de lo que cualquiera puede imaginar de una presa. A su lado se sienta Ruth, una mujer peruana que enseguida se prende en la charla y comanda los comentarios con un ritmo típico de sus pagos.

“Aquí aprendo muchas cosas. Como a liberarme de los problemas y del stress que sufro acá. Y uno sale de esta realidad. Puede uno estar físicamente preso pero espiritualmente se libera un montón”, asegura y así deja entrever los sentimientos de las internas, los que muchos imaginan, pero los que pocos conocen de lleno.

Raúl las mira atento, cambia halagos por sonrisas y se enorgullece de ellas. “Siento que estoy con compañeras, que ellas me respetan como yo a ellas y que nos queremos. A veces me cambian el ánimo a mí. Por cuestiones personales uno viene medio enroscado y ni bien las veo me ponen bien”, dice y en seguida agrega: “Lo que hay que destacar es que cuando yo vengo, molesto a la gente de educación todo el tiempo, y realmente el laburo de ellos es fundamental. Es importantísimo ese sector y no sólo por este taller sino por todos los talleres y las clases primarias y secundarias”.

 

“El profe” por momentos pareciera cumplir el rol de un psicólogo, o simplemente de un amigo que las contiene, las escucha y lo más imprescindible: Las comprende. Raúl las conoce a cada una de ellas y, aunque los grupos rotan año tras año, sigue en contacto con aquellas que ya están libres. De igual forma, ya pactó con ellas en seguir encontrándose… una vez que recuperen la libertad.

Mantener la cabeza ocupada

Todas las internas del penal trabajan en distintas áreas, como tejido o cocina. Es una rutina que arranca desde las 8 de la mañana y puede continuar hasta las 17, si cumplen con el horario completo. Su sueldo no es suficiente, tienen gastos en comida y en productos higiénicos y además, les descuentan 2 horas de su trabajo por cada vez que asisten al taller (miércoles y viernes), que es de manera voluntaria.

 

“Esperamos al profesor a que venga, como yo tengo la celda que da a la calle, lo veo bajar del auto y les aviso a todas”, cuenta entusiasmada Silvina mientras las demás se ríen orgullosas y demuestran que no abandonarían las clases por nada.

“Lo más importante es mantener la cabeza ocupada, así se te va el día más rápido, y sales de todos tus problemas. Y gracias a Dios que vivimos en un pabellón en el que cada una tiene su propia celda con su espacio. He vivido casi 9 meses en un pabellón abierto y no hay privacidad. Es extremamente duro, porque cada una se quiere sacar la cabeza con la otra”, dice Ruth.

Algunas de ellas, las menos, viven en los “celulares”, que son celdas más amplias y tienen más comodidades que los pabellones comunes. Pero no son muchos, por eso cada uno alberga a un pequeño grupo de internas. Allí, las afortunadas, pueden llevarse la guitarra y practicar durante la semana. En los pabellones, según explican, sería casi un desastre, porque “te la pueden romper o tal vez un día medio sacada se la podés partir en la cabeza a alguien”, dicen entre todas y se ríen cómplices.

 

Habían pasado las 12 y afuera se escuchaba barullo. El pequeño motín anunciado se estaba desarrollando, pero sin violencia. Porque a diferencia de la 3, la Unidad 31 es una de las más tranquilas. ¿Cómo viven sin peleas, qué reclamaban en el revuelo y qué historias atravesaron cada una?

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