Barrio Ejército de los Andes

Lo que se aprende en el mal llamado "Fuerte Apache"

Un grupo de vecinos cooperativistas construyeron una escuela popular en el que enseñan, entre otras cosas, qué hacer con la basura. Conocé la historia.

Francisca y Sergio van todos los días a la escuela. Andrea y Mariel, las seños, los felicitan, les miran la tarea, la letra, les dicen que no se preocupen, que si hay cosas que no entienden ellas se los va a explicar todas las veces que haga falta. Sin embargo, pese a los “errores” que ellos se ven, sus cuadernos están prolijos y llenos de felicitaciones. Aún cuando las manos de los que trabajan todos los días levantando paredes para otros vecinos tiemblen un poco y quieran descansar.

 

De lunes a viernes, a partir de las seis de la tarde, quince hombres y mujeres de entre 35 y 55 años, se juntan en el anexo de la escuela 703. Es el Centro de participación popular Hugo Chávez, a donde también acuden chicos y grandes con ganas de aprender danzas árabes, talleres de manualidades con materiales reciclables y apoyo escolar. Todos ellos, juntos, lo construyeron.

Son un grupo de vecinos del barrio – reunidos en cooperativas y apoyados por el Movimiento Evita- que se resiste a llamar al barrio “Fuerte Apache” porque la estigmatización que promovieron algunos medios de comunicación –y que impactaron en algunos chicos que siguen manteniéndola como algo “bueno”- arruinaron la reputación del también barrio de trabajadores: vendedores de artículos de limpieza y comidas; cooperativistas que arreglan las casas de los vecinos que el paso del tiempo y el clima se encargaron de arruinar; maestros de escuelas populares que enseñan a los más chicos y a los más grandes.


 

Además de Francisca y Sergio, a la escuela también van Bibiana, Horacio y Luis. Ella es de Bolivia, y llegó cuando tenía 12 años. Se sienta apurada, con su cuaderno, y en cada mano trae a sus dos hijos que, mientras ella estudia, leen libros y terminan la tarea. Bibiana vuelve a la escuela tras no ir una semana: se habían enfermado sus hijos, y se turnaba para cuidarlos con su marido, quien también asiste a las clases. Pero a la noche, en su casa, se pasan lo que van aprendiendo, como dos compañeritos de la escuela. “Cuando la fui a ver a la casa, me dijo que tenía mucha vergüenza porque había faltado mucho”, cuenta Andrea, una de las seños. “Ellos saben que pueden venir cuando quieran, este es su espacio. Todos entendemos que hay personas que no pueden venir siempre, pero se preocupan por la tarea, y cuando no les das, te la piden”.

Cuando comenzó la construcción del centro cultural, algunos vecinos se enojaron. Querían que el predio sea utilizado para hacer viviendas, y no para que los engañen una vez más con hacer “algo para ellos”. “Les explicamos que esto era para ellos, que podían participar, colaborar, ayudar. Y no nos creyeron hasta que vieron la realidad. Ahora son parte de la mesa vecinal”, cuenta Gabriel, un cooperativista.


 

A algunos no les cuesta el doble, sino el triple, el cuádruple. “Pero cuando se ven aprendiendo, abriendo la cabeza, sacándose ese peso de encima, les cambia hasta la mirada. Es por eso que los vamos a buscar, les tocamos la puerta, nos tomamos unos mates en la casa, los escuchamos”, dice Mariel, la otra seño. “Además, al ser un lugar chico, para pocas personas, no se sienten tan observados, y hablan sin sentir que alguien los va a señalar por ser grandes, o por no entender algo”.


Horacio y Luis trabajan en la cooperativa durante todo el día, hasta la tarde que se
cambian la ropa y van a clase. Para Luis es el primer día de clase. “Hace rato que quería venir. Y ahora que vine, que me saqué la timidez, que di el primer paso, quiero seguir. De a poco me voy acordando de lo que veía cuando era chico. Y me gustaría seguir aprendiendo historia”, cuenta. “Está apasionado”, remarca la seño. Es que a los 14 años, Luis tuvo que salir a laburar. “Cuanto menos sabíamos mejor era para ellos, los que nos gobernaban antes. Está bueno el colegio, yo se que hay mucha gente que quiere venir y no se anima. Ahora lo puedo recomendar”. Horacio cuenta que, cuando empezó en el anexo, no sabía ni los números ni las letras. “Algunas cosas, como el cuentito de que Colón descubrió América, lo sabía porque lo había escuchado de alguien que lo había dicho alguna vez. Pero ahora aprendemos otra historia, la otra cara. Yo no tengo vergüenza, quiero aprender, quiero hacerlo por mí mismo”.

 

Ambos sienten miedo por sus letras, se preocupan porque temen que las maestras no les entiendan lo que escriben. “Pero van mejorando, ellos mismos se van superando”, cuentan las seños.

 

Monoblock recicla. Los puntos verdes parte de un proyecto que nació de la Cooperativa “Por siempre Néstor” y de la Unión Vecinal Ejército de los Andes. Gabriel cuenta que poner un punto verde es “muy básico y muy práctico: es señalizar un espacio que pueda ser cuidado por los vecinos, e ir reciclando botellas de plástico”. Ahí, en el lugar o nudo que elijan –la salita del barrio, la escuela, una plaza- está el logo de Monoblock recicla. Entonces, los vecinos del nudo eligen a una persona que se hará cargo de sacar la bolsa llena de botellas.

 

“Nosotros nos encargamos de coordinar y difundir esa actividad, les acercamos los bolsones de arena que usamos en la Cooperativa para que puedan transportar el material. Y además, lo hacen con amor, porque es algo que se hace para el barrio”, cuenta. “Dicen que los de las cooperativas somos todos vagos, pero no entienden que estamos todo el tiempo tratando de superarnos a nosotros mismos”.

 

por Soledad Lofredo

23 de mayo de 2013

 

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