¿Alcanza con pedir disculpas?
Todos queremos a Badía; pero el periodismo es así: impiadoso aún en la hora de la muerte. Los riesgos de informar en tiempo real son tan altos que a veces descienden al mismo infierno. La velocidad de las redes sociales, la importancia de ser el primero, del hastagh, del título, de la imagen son tan contundentes que exigen al periodista estar preparados para la noticia fatal: la muerte no espera. Hay que anunciarla.
A las 22 horas del 27 de junio se informó “oficialmente” que Juan Alberto Badía no había podido resistir los embates de su cáncer de mediastino y murió. Congoja real para una noticia virtual. A las 22.15, la sobrina y la propia hija del locutor tuvieron que aclarar en los mismos medios que lo dieron por muerto, que Juan Alberto estaba vivo. Grave, con un infarto, en coma farmacológico, pero vivo. “Luchando”, dicen que dijeron.
El Hospital Austral, nada. No confirmó, ni anunció, ni desmintió. Como siempre, sus pacientes gozan de un sistema poderoso contra la filtración a la prensa. La información, afuera. Pero el tiempo es un juez implacable para los medios, sobre todo para los virtuales y los audiovisuales, y no perdona a aquellos que se “duermen” en la noticia.
Ojalá Juan Alberto Badía hubiera podido reírse de sus necrológicas. Al menos hubiesen servido para medir, en él, el profundo y real impacto que provocó en sus colegas y en los que lo han tenido como referente de una época la (falsa y después verdadera) noticia de su muerte.
Enseñó mucho al periodismo y muchos periodistas. Ojalá hubiera podido, además, enseñar cómo hacer titulares sin perder la humanidad. Ojalá hubiera logrado salir de ese infarto para mirar las frases catástrofe. Tal como miró a Charly, en su último reportaje: escudriñando la persona atrás del personaje, buceando en donde nadie se detiene a bucear para sacar una frase, un gesto, un rasgo de que no es él, sino los que escriben sobre él. Los mismos que deberían chequear –a veces- si de verdad están vivos.
