Volver al mismo lugar, pero siendo diferente

Ver a lo lejos las camionetas que llevan de nuevo al hotel después de casi una semana en la montaña produce un contraste que rompe de golpe toda la armonía del lugar, como si se avanzaran 200 años de un empujón. Era el último día y con la certeza que lo más duro ya había quedado atrás, en el fondo nadie quería que el viaje termine.

El último tramo fue el más corto de todos y el camino no presentó mayores dificultades, en gran medida porque la confianza en la mula o caballo ya estaba consolidada. Estar arriba de “La Colo”, animal que me cargó todo el viaje, a esa altura me parecía la cosa más natural del mundo, cuando hasta hace pocos días atrás no sabía bien cómo era una mula. Incluso los músculos y articulaciones cada vez dolían menos y ya no se entrecortaba la respiración ante los esfuerzos. El verdadero viaje ese día fue interno.

Los 137 miembros de la 8va expedición que cruzó Los Andes por la ruta de San Martín fueron recibidos en la estancia Los Manantiales, punto de partida, por personal de gendarmería y periodistas de medios locales quienes atestiguaron gestos de alegría, abrazos y alguna que otra lágrima de emoción.

Ninguno de los miembros del grupo pudo expresar de forma completa lo que significó participar del cruce. Algunos valoraron la parte histórica, otros el desafío físico y el resto la experiencia grupal o la variedad de paisajes. Pero la idea general fue que faltaba algo por “procesar”, algo que todavía no se podía pasar al lenguaje. Fue volver al principio, pero diferente.

Después de despedirse de las mulas llegó la esperada ducha en el hotel, una cena, el almuerzo en la gobernación –con menciones y recuerdos incluidos- y otra vez al avión, pero ahora con algo que no entra en ninguna valija: la gratificación de  poder compartir una experiencia sin ningún equivalente.