Intimidad de un negocio aceitado

Jefes narcos se disputan el tráfico en la villa 9 de Julio

La muerte de un joven de 19 años en una villa de San Martín destapó la maquinaria del negocio narco en el distrito. Quiénes son, cómo se manejan y la lucha por el territorio.

Por Cecilia Di Lodovico
Dos disparos explotaron en el aire de la villa 9 de Julio. Son ellos que amenazan, avisan y asustan. En su vivienda, ella los escucha, se indigna, se quiebra y llora, pero no la convencen: Soledad Lemos seguirá pidiendo justicia por el homicidio de su hijo, muerto por el ímpetu y la impunidad de los “transas” del barrio.

Edgardo Kleyer fue asesinado a finales del mes pasado y la causa atraviesa un verdadero agujero negro: no hay testigos que quieran declarar lo que vieron (a cuatro hombres sorprender a los tiros al grupo de Edgardo, en la concurrida esquina de Almirante Brown y 9 de Julio) y la Justicia justifica la muerte del joven de 19 años por considerarlo parte de una banda narco, como le habrían sugerido a Lemos. Para colmo, las pericias pertinentes nunca se realizaron en el escenario del crimen.

Aunque existen, los testigos no aparecen.
Y, como si esto fuera poco, la causa cayó en la comisaría 5ta de Billinghurst, un destacamento de mala fama que ha padecido, a lo largo de los años, innumerable cantidad de purgas por parte de la Jefatura Departamental de San Martín y por el ministerio de Seguridad de la Provincia. ¿El motivo? Una llamativa tolerancia con presuntos hechos de corrupción de algunos de sus uniformados y, sobre todo, porque sus alternos habrían estado a cargo de la logística de la seguidilla de secuestros extorsivos en la zona.

Con esto, las manos del titular de la UFI Nº1 de San Martín, Héctor Sceba, están más que atadas y la causa, frenada. Es decir, nadie investiga la muerte de un chico que sucedió frente a muchos vecinos, transeúntes y automovilistas, un jueves 18 de junio, alrededor de las 21 horas. La policía llegó al lugar, pero se limitó a juntar los casquillos que habían quedado tirados en el asfalto y la vereda. Los tres heridos ya habían sido trasladados al hospital Castex. Y eran tres, porque Edgardo no había sido el único acribillado durante el ataque narco: sus amigos, Jonathan González y Matías Pérez recibieron los proyectiles del tiro al blanco que practicaron los transas contra sus cuerpos.

Minutos más tarde, los cuatro hombres (mayores) que habrían ejecutado la balacera –el “Colo”, Leo, el “Ruso”, y “Quiqui”- se alejaban en un remis hacia otra villa de la zona con el fin de ocultarse hasta que el barrio, la policía y los medios se olviden del hecho. Más, tarde, podrían volver a recuperar el territorio sin mayores escollos, no es casualidad que los cuatro hayan sido reclutados por uno de los capos narcos de San Martín, Gerardo Goncebat, quien, a veces disfrazado y custodiado (porque es habitual, entre jefes narco, los secuestros con el fin de ocupar el territorio ajeno), ingresa a la 9 de Julio con dos objetos: visitar a sus suegros y vigilar el negocio que supo construir en común acuerdo con el jefe emblema del narcotráfico en el Norte del Conurbano: Miguel Ángel Villalba, alias “Mameluco”, condenado a 12 años de prisión, en 2004, por ser "organizador y financista de tráfico de estupefacientes”.

Pero Mameluco no es tan célebre por sus crímenes como por su mirada “empresarial” del transa, estrategia comercial que legó a sus sucesores (porque, desde su celda, continúa regenteando el negocio). Dueño indiscutido de la Villa 18, ubicada en la vecina localidad de Tres de Febrero, conformó allí un verdadero holding: cuando la justicia lo detuvo, temblaron su empresa de combis "Mameluco Tours", su lavadero de autos "Mameluco Estilo", la "Mameluco" remisería y el maxikiosco "Mameluco". Todos ellos, al servicio de un engranaje bien aceitado de venta de cocaína, una estructura montada imposible de sostener "sin la connivencia policial", tal como lo señaló el ex viceministro de Seguridad bonaerense Marcelo Sain, durante el juicio a Mameluco.

Cerrado. Todavía, los transas no pudieron volver a su actividad, el depósito donde guardaban la mercancía está vacío.
En la 9 de Julio, el panorama no dista del imperio que supo construir Mameluco en la Villa 18, de hecho, una que otra remisería y algunos bares se benefician de las ventas de la droga. Las cuentas son sencillas: el movimiento de consumidores les deja plata. El negocio es para todos. También, para aquellas mujeres, en apariencia inofensivas, que “buchonean” cada movimiento extraño a los narcos. Son las mismas que, durante los allanamientos, se pasean por los pasillos con bolsas negras con contenido de dudosa procedencia. Ese es su trabajo, por ello cobran dinero y ganan en tranquilidad. “Con nosotras no se van a meter”, piensan, pero se equivocan, el humor de los transas, armados hasta los dientes, es imprevisible. ¿Cómo entender sino las balaceras que se desatan en los pasillos de las villas que no respetan edades ni géneros? Niños y mujeres heridos de bala, es una constante, una triste cotidianidad sin denunciar por el temor que producen seres que, sin vueltas, hacen lo que quieren en un mundo sometido a sus pies, sumido en las reglas de la violencia y la muerte.

Falsa pared. Hueco donde los narcos escondían la droga.

Como en todos los barrios carenciados del Gran Buenos Aires, la 9 de Julio estaba bien organizada: Gerardo sería el capo máximo, Quiqui (David Algañaraz), el coordinador general (la mano derecha de Goncebat), mientras que Leo, el Ruso y el Colo (los tres originarios del peligroso barrio Libertador) se dedicarían a la venta de la “merca”, divididos en tres turnos: mañana, tarde y noche, no sea cosa de perder clientes por no madrugar.

Y el verbo está en pasado, puesto que, la “travesura” que cometieron en la esquina de Almirante Brown y 9 de Julio, el mes pasado, les habría costado el territorio, baluarte que nunca debe dejar indefenso un líder narco. El asesinato fue la gota que rebalsó el vaso: los vecinos, hartos de la tiranía del reinado de la merca, se manifestaron en su contra, acción que motivó la atención de algunos medios nacionales.

 

El error atrajo a los otros jefes que, como leones agazapados, esperan para dar el zarpazo. Dentro de este grupo, Javier “El Rengo” Pacheco espera la oportunidad de recuperar el mando en esa villa, que estuvo durante muchos años bajo la batuta de su familia, antes del desembarco del peso pesado de Tres de Febrero, Mameluco.

 

De hecho, una de las hermanas del Rengo habita la vivienda en la que la leyenda “Justicia por Edgardo” atraviesa la pared. Por el momento, la banda de Goncebat no se volvió a asentar en la villa, aunque la merodean disparando al aire, avisando que están lejos, pero presentes.

En las villas del Conurbano, narcos y laburantes, niños y delincuentes se mezclan sin medias tintas y el saldo, suele ser trágico. Las balas no discriminan.

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