Masters y Johnson

Los amos sexuales del universo

Los responsables del despertar erótico de Estados Unidos, 45 años después.

Por Andrew Romano
Bill Masters tal vez haya sido el romántico más inverosímil del siglo XX. Calvo, de labios finos, petiso, estrábico y con moño, con una camisa blanca, bolígrafo y una bata blanca y almidonada de laboratorio, el ginecólogo y obstetra de la Universidad de Washington en St. Louis lucía tan frío y clínico, que muy pocos hubieran imaginado cuál era su empleo diurno. Como la fuerza impulsora de Masters y Johnson, la mayor marca de investigación sexual de la posguerra, Masters pasó 40 años explorando la fisiología del coito, a menudo con la ayuda de un consolador al que llamaba Ulysses. Una ocupación tan poco glamorosa como la vida amorosa de Masters. A fines de la década de 1950, el médico persuadió a su joven socia, la psicóloga Virginia Johnson, para que tuviera sexo con él. Pero sólo “como una manera de comprender mejor todo lo que aprendían a través de la observación [de laboratorio]”. Así permanecieron juntos, “experimentando” por más de una década. Y a partir de 1971, formalizaron el matrimonio y estuvieron casados durante 22 años, aunque “no estaban emocionalmente ligados en absoluto”, como Johnson confesó después. Vaya todo esto para decir que Masters no era el tipo de inocente que uno esperaría que anunciase súbitamente, a la tierna edad de 76 años, que dejaba a Johnson para casarse con una rubia que acababa de enviudar llamada Dody Oliver, a quien había considerado en privado el “amor de su vida” desde 1938, cuando salieron juntos un solo verano. Excepto en la Nochebuena de 1992, eso fue exactamente lo que hizo. “La amé de lejos por 55 años”, explicó Masters, mareado como un adolescente.

La historia del amor secreto de Masters no es la única primicia en la exhaustiva y nueva biografía doble de Thomas Maier, “Masters of Sex”, todavía sin fecha de publicación en español. El texto dice, por ejemplo, que Masters probablemente fabricaba estudios de caso para apoyar la terapia de “conversión gay” defendida en el tercer libro de la pareja, “Homosexualidad en perspectiva”.

Pero para un lector como yo, lo bastante joven, a los 26 años, para mirar atrás y preguntarse qué tiene que ver exactamente la desprejuiciada revolución sexual con las actitudes actuales de EE. UU. respecto a la copulación,  podría ser de lo más reveladora. Como lo deja en claro la historia de Masters y Johnson, rescatar al sexo de las brumas antiguas del mito, el misterio y la religiosidad hizo de EE. UU. un lugar más feliz y sano. Además, el libro de Maier —aparecido en medio de un resurgimiento acuariano menor, que incluye una nueva edición de “La mujer del vecino” de Gay Talese (ver entrevista en página 40) y proyecciones en Nueva York de “Conocimiento carnal” y “El graduado” durante la retrospectiva de Mike Nichols en el Museo de Arte Moderno— también sugiere que los esfuerzos posteriores por liberar al placer sexual de las garras del amor pasado de moda tuvieron el efecto opuesto. Al parecer, no toda inhibición debería desinhibirse.

Cuando Masters y Johnson empezaron su investigación, en 1957 —con el tiempo, observarían unos 14.000 orgasmos en vivo—, el conocimiento carnal de EE. UU. estaba limitado en gran medida a las prédicas de los sacerdotes locales sobre el asunto, además de alguna pizca ocasional de Freud o Kinsey. Sin embargo, con la publicación de “La respuesta sexual humana”, en 1966, y “La incompatibilidad sexual humana”, cuatro años después, EE. UU. finalmente tuvo la oportunidad de aprender los fundamentos de la fornicación: las mujeres pueden ser multiorgásmicas; las personas de más de 80 años pueden tener relaciones sexuales; los orgasmos clitorales difícilmente son inferiores a los vaginales, y demás. Por supuesto, los resultados fueron revolucionarios, especialmente para las mujeres, y, como señala Maier, la gran mayoría de las parejas se benefició con el toque terapéutico de Masters y Johnson. Pero a pesar de su necesidad, la revolución que desataron llevó a algunos a ver a la habitación casi como un laboratorio, o sea, un lugar donde el sexo no necesitaba ser más que un placentero “ejercicio masturbatorio mutuo”, como el mismo Masters dijo una vez. Ahí fue que la gente empezó a fastidiarse.

En el libro de Talese, un recuento real fascinante del despertar erótico de EE. UU., el vendedor de seguros John Bullaro se permite una aventura con su colega Barbara Cramer, que rápidamente lleva a juegos sexuales adicionales en Sandstone, un retiro swinger fundado por Cramer y su esposo, John Williamson. Finalmente, la gente de Sandstone informa a la esposa de Bullaro, Judy, de sus infidelidades. Buscando su propia porción de liberación, se junta con Williamson en el recinto de la colina. El divorcio —no la iluminación— se da pronto. “El graduado” y “Conocimiento carnal” tienen tramas similares (aunque ficticias): la prohibida aventura intergeneracional entre Benjamin Braddock y la Sra. Robinson, en el primer film, los deja a ambos sintiéndose miserables, y el playboy “viril y dominante” Jonathan Fuerst termina impotente y solo después de décadas de aventuras sin amor. No obstante, la más triste de todas tal vez sea Virginia Johnson, quien, como escribe Maier, había “separado desde hacía mucho [el sexo]… del amor”. Aun cuando muchos de sus compañeros exploradores finalmente tendieron hacia relaciones tradicionales —los Bullaro se casaron con otras personas; Braddock huyó con la joven Robinson, y las primeras damas de Hugh Hefner, Barbi Benton y Karen Christy, salieron en busca de esposos reales—, al final vemos a la tres veces divorciada Johnson maldiciendo a su ex socio desde los confines de un asilo de ancianos, donde, como si agradeciera un pasado que nunca fue, ahora usa el nombre Mary Masters.

Nada de esto es particularmente sorprendente: la catástrofe del amor libre desde hace mucho es un cliché. No obstante, lo que sí sorprende es dónde quedó esa cultura después de los cambios de ánimo sexuales —de la represión a la liberación y a la reaccionaria década de 1980, cuando el SIDA y la Mayoría Moral fueron reyes supremos— de la segunda mitad del siglo pasado. La transformación es más evidente, pienso, si se mira cómo los estadounidenses sexualmente activos más jóvenes, los llamados “chicos del milenio”, se acercan a la sexualidad. Al contrario de nuestros abuelos, no nos turba el cunnilingus, o la masturbación, o el placer que no sea estrictamente procreador, y debemos agradecerles a Masters, Johnson y a nuestros padres por esta perspectiva más bien sana. Pero si uno escarba más, descubrirá que a los “chicos del milenio” no les emociona     —o al menos no están especialmente excitados por— la posibilidad de un sexo sin amor, lo cual no es precisamente lo que anticiparon los Williamson del mundo.

Hoy, menos de la mitad de todos los estudiantes de secundaria ya tuvieron relaciones en EE. UU.: 47,8 por ciento para 2007, según la Encuesta Nacional de Comportamiento Juvenil de Riesgo, por debajo del 54,1 por ciento de 1991. Entre la población de 15 a 17 años, las cifras cayeron todavía más, de un 40 por ciento o más en 1995 a aproximadamente un 30 por ciento ahora, lo cual sugiere que los “chicos del milenio” están esperando más tiempo antes de perder su virginidad. La promiscuidad también pierde adeptos: el porcentaje de adolescentes que reportó cuatro o más parejas cayó de 18,7 por ciento a 14,9 entre 1991 y 2007, y la tasa de embarazo juvenil se desplomó desde finales de la década de 1950, e incluso los abortos se volvieron más raros en EE. UU. El hecho es que, a pesar de una alta tolerancia por la sexualidad superficial —fotos de la entrepierna de celebridades, mensajes sexuales online y cualquier otra cosa que preocupa a los padres y la prensa por estos días— mis compañeros de Organization Kids reaccionan en gran medida contra los excesos de la generación anterior (tasa de divorcio, 50 por ciento) y los riesgos incrementados (HIV) siguiendo en sus propias habitaciones una moda de precaución y compromiso: sólo un 42 por ciento de los adolescentes apoya el sexo superficial, muy por debajo del 52 por ciento de 1987.

Es un desarrollo bien recibido, ya sea por madurez o ambición. En la cúspide de su fama, Bill Masters admitió: “No tengo la más remota idea de qué es el amor”. A pesar de sus descubrimientos —y las décadas de exploración erótica que los siguieron— todavía no estamos seguros. Pero tenemos una idea más clara de lo que no es. 
¿Quiere recibir notificaciones?
Suscribite a nuestras notificaciones y recibí las noticias al instante