Maciel: la isla de los sueños rotos 

Maciel fue, al mismo tiempo, cuna de prostíbulos y barrio industrial. Hoy, más de 10 mil personas viven entre la pobreza, el abandono y los ajustes de cuentas entre pandillas. Radiografía de la isla que no lo es.

Por Alejandro Moreyra / Guillermo Zanetto

Fotos: Gustavo Bosco

 

24CON
La Isla Maciel es un mini mundo, una especie de ecosistema que se retroalimenta a sí mismo, que cuenta con todos los elementos necesarios y, al mismo tiempo, con todas las carencias que puedan existir. Esta curiosa simbiosis ha sido naturalizada por los más de diez mil habitantes que, resignados, ya la aceptan tal cual es.
“Este es un barrio privado: privado de luz, agua y gas”, bromea Mónica, una de las vecinas. Además, explica por qué otras cosas se consideran así: “Acá tenemos a los bomberos, al cura, la unidad sanitaria, los comedores, la escuela y el club de fútbol, aunque lo quieren mudar”.
Pero existen otros elementos que la convierten en un “country” de la marginación. Cuando algo pasa y hay una urgencia o se necesita una ambulancia, es imposible que el vehículo ingrese, a menos que venga acompañada por la policía. “No entran porque tienen miedo, así que la mayoría de las veces tenemos que usar como ambulancia al remís de acá... también tenemos remisería propia porque los coches de las agencias de afuera ni se animan a meterse”, señala.

Socialmente aislados
Si bien geográficamente podría afirmarse que la Isla Maciel no es una ínsula, la sociedad se ha encargado de que así sea. Por un lado, está el Riachuelo, cuyo puente que comunica la Ciudad de Buenos Aires con la Isla está inhabilitado; ergo, la gente tiene que atravesarlo en bote. El servicio cuesta un peso por cruce.
Por otro lado, está la autopista que hace de frontera física entre la Isla y el resto de Avellaneda. Y, finalmente, está el arroyo Maciel, que debería ser entubado, pero todavía desprende su aroma a pestilencia en el límite del barrio y desborda ante cada sudestada. Los habitantes están preparados para subir las cosas de valor a las mesas aunque, a veces, el esfuerzo es en vano.
Hay dos líneas de colectivos que atraviesan la zona, la 271 y la 570. Los choferes ya están acostumbrados al viaje, pero varios consideran riesgoso su trabajo. Algo parecido pasa cuando uno se interna en la Isla con un GPS. “La gallega te dice: ‘¡Cuidado! está ingresando en una zona peligrosa’, es una ortiba”, se ríe Renzo, uno de los guías de la expedición.
El peso de “La Isla” se siente también al momento de buscar trabajo. Muchos consideran que es casi una condena escribir la dirección donde viven porque, de esta manera, no los tienen en cuenta para el puesto que solicitan. 
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La isla de la fantasía
La sola mención del barrio lleva asociada casi de inmediato, en la mayoría de las personas, la idea de los prostíbulos que existieron durante mucho tiempo. Es que, por años, la isla Maciel fue la sede escogida por visitantes de toda la Ciudad y el Conurbano para saciar sus urgencias carnales. Hoy, la realidad es diferente.
En las casas de la calle Alberti -los famosos “ranchos” que, desde mediados de los años cincuenta hasta fines de la década del ochenta, sirvieron de refugio para dar rienda suelta a los más bajos placeres- solo quedan los recuerdos. Como el que tiene Ernesto Castillo -más conocido como “Menotti”-, hombre de 42 años que, a los seis, vendía pastelitos y tortas fritas entre los visitantes.
“Se perdió el yiraje”, se lamentó el hombre, que todavía rememora cuando la oferta  sexual atraía a los trabajadores de los astilleros cercanos, gente “con unos autos impresionantes” y turistas de muchos lugares del mundo y se dejaban seducir por las historias que sucedían del otro lado del Riachuelo.
A pesar de que era sólo un purrete, creció entre “clientes”, “chicas” y “rufianas”  con un constante movimiento de personas alrededor. Sin embargo, la zona, de a poco, dejó de transitarse. Cerraron los astilleros y fábricas cercanas y, por último, los lupanares. Aunque el lugar mantuvo la fama de “zona roja”, pero esta vez gracias a la inseguridad.

Mala fama

El mismo Castillo sufrió en carne propia la violencia. Su hijo Walter Nahuel, de 14 años, fue asesinado en 2007 al quedar en medio de un tiroteo mientras navegaba por Internet en un ciber cercano a su casa. Al parecer, los disparos se ocasionaron en medio de una disputa por una mujer entre dos jóvenes de la zona, quienes actualmente se encuentran detenidos a la espera del juicio.
En febrero de este año, los medios nacionales volvieron a hacer foco en la isla, esta vez para cubrir la noticia de una nena baleada. Se trató del caso de Oriana, de dos años, quien fue alcanzada por un proyectil mientras jugaba en la puerta de su casa, durante un enfrentamiento entre bandas.
Afortunadamente, Oriana se recuperó totalmente días después gracias a la rápida intervención de los médicos. Su padre, Hugo Infrán, declaró en esa oportunidad que regresaba feliz a su casa, que amaba la Isla y que no pensaba en mudarse. Es que, pese al prejuicio que pesa por esos pagos, los vecinos de Maciel no sienten que la zona sea más riesgosa que cualquier otra del Conurbano.   

 

Gangs of Maciel

Si bien la opinión de los oriundos de la Isla sobre la peligrosidad del lugar es bastante particular -“Acá hay inseguridad como en cualquier lado”, dicen-, otros explicaron que surgieron algunos problemas por las nuevas pandillas que se formaron en el barrio.

“Últimamente estuvo más tranquilo el panorama, pero ahora se están volviendo a levantar”, cuenta una mujer que prefirió no revelar su identidad por miedo a represalias, y agregó: “¿Sabés lo que pasa? Cuando están presos, están tranquilos…el problema es cuando salen”, y ríe nerviosamente.

Otro vecino apunta que “es común que a la noche escuches algún tiroteo por la zona”. De todos modos, aclara que “acá hay gente laburadora, pero hace un par de años empezaron a venir unos pibes de afuera, quizás porque se sienten ‘seguros’ en la Isla. El tema es que empezaron a armar banditas, y no tienen mejor idea que pelearse entre ellos, y lo peor de todo es que están calzados”.

Llama mucho la atención que en este mini mundo, que tiene más de veinte manzanas, los pibes que se pelean viven unos al lado de los otros. “Hay una bandita en la calle Montaña –avenida principal del barrio-, y hay pica con los pibes del ‘fondo’, que son los que viven más cerca de la vía”, cuenta uno de los chicos. “Siempre se están mirando mal, y cada tanto se cagan a palos”.

 

En la vía

A veces la gente que habita a un par de cuadras de una estación se queja. “El tren no me deja dormir, decí que hasta el amanecer para un poco…”.

Eso no sucede en la Maciel. Allí varias familias viven, sin exageraciones, a menos de medio metro de las vías, donde pasa el tren de carga que traslada los containers que llegan al “docke”. Si protestan, es porque el ferrocarril pasa unas tres o cuatro veces durante la madrugada, y las precarias estructuras que construyeron a modo de hogar tiemblan como si un sismo se hubiera hecho presente.

María González cuenta cómo se salvó de la muerte por un pelito, la vez que una de las formaciones descarriló y cayó en el frente de su casa. “Por suerte los nenes estaban en el fondo, pero me destruyó todo, hasta una moto que mi marido se había comprado para trabajar. Nunca me dieron la plata ni otra moto”. Además, comenta que lo que pudo reconstruir fue gracias “a un vecino boliviano, que vive acá cerca. Ahí es donde uno ve la solidaridad. Le sobraban unas chapas y me las regaló. Si fuera por otros, no hubiéramos podido tapar lo que nos rompió el tren”.

De todos modos, muchos niños no corrieron con la misma suerte que María y sus familiares. Varios murieron bajo el rodaje de ese monstruo que carga una innumerable cantidad de contenedores. Otros salvaron sus existencias de milagro, pero debieron acostumbrarse a vivir mutilados.

 

Candomberos

Los colores azul y celeste se multiplican en las pintadas que decoran las paredes de las casas. Es que el Club Atlético San Telmo es uno de los orgullos de los habitantes y lo muestran en cada rincón. Sin embargo, hace tiempo que la pelota no gira por el mítico estadio de la isla, denominado cariñosamente como “La fortaleza”.

La última vez que hubo fútbol fue en 2006, durante  un partido con incidentes entre el “candombero” y Talleres de Remedios de Escalada. Después de eso, la cancha quedó inhabilitada temporalmente, aunque ese período llega hasta nuestros días. Puertas adentro, muestra ya algunas señales de abandono, en especial si se tienen en cuenta los dos metros de agua que inundan el túnel de salida y los vestuarios.

Mientras se resuelve el conflicto, el equipo hará las veces de local en el estadio de Atlanta. Algunos hablan de un nuevo estadio, y que en las tierras del actual se construirán viviendas, aunque los más arraigados se niegan a abandonar  “La fortaleza”.

 

La vida en un conventillo

En la Maciel todavía se mantienen en pie algunas estructuras de principios y mediados del siglo pasado que también se pueden ver en La Boca: los viejos y antiguos conventillos. Algunos han sido tomados a la fuerza, pero otros son alquilados por familias numerosas. El precio por dos ambientes (baño compartido): 400 pesos.

Estos precarios hogares, hechos de chapa y maderas, aún no colapsaron por gracia, vaya a saber uno, de qué Dios. Algunos ya están en plano inclinado, como si fueran esculturas cubistas. Sin embargo, más que los derrumbes, lo más común en esos lugares, donde a veces llegan a vivir 10 familias, son los incendios.

Los conventillos de Maciel tienen tantas historias como habitantes. Un caso curioso es la “Tota”, una señora gordita, que lava ropa para ganarse unos pesos, y tiene un fuentón con su nombre pintado en un color rojo sangre. Cuando se la escucha hablar, y se la mira en detalle, uno cae en la cuenta de que la Tota, no es una señora, por eso los vecinos la calificaron como “nuestra Zulma Lobato”.

Tota -o Eduardo, ese es su verdadero nombre-, nació en Resistencia, Chaco, pero decidió venirse para Buenos Aires en busca de oportunidades. Sin embargo, como muchas de las personas provenientes del interior, no llegó a triunfar.

Los que la conocen, cuentan que a pesar de la miseria que la rodea, tiene un corazón muy grande, y más de una vez le dio de comer a los chicos del barrio cuando los veía muertos de hambre. “Crió un montón de pibes, muchos le dicen mamá”, nos apunta Renzo.

 

Ilusiones

Muchos de los dueños de negocios que atienden en la Isla, ya sean bares, parrillas o kioscos, sólo pueden trabajar con los propios habitantes de la vecindad, porque prácticamente no llega gente ajena al lugar. De todos modos, esta situación podría cambiar tras la finalización de las reparaciones en el nuevo puente Nicolás Avellaneda y la construcción del camino que bordea al Riachuelo.

A raíz de estas obras, que estarían terminadas para los últimos meses de este año, los comerciantes más optimistas esperan que el turismo que acude día tras día a las calles de sus vecinos de La Boca, siga su recorrido hasta la isla

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