Como no había sucedido en siglos, la renuncia del Papa alemán Joseph Ratzinger al cargo ratificaba que el virus de la crisis política que recorría el mundo desde el colapso financiero global del 2008 había llegado a la institución que representaba su corazón histórico. La imagen del helicóptero de la retirada de Ratzinger no solo despertaba recuerdos calientes en el imaginario argentino; también simbolizaba una situación general del poder político, al menos en Occidente. El poder ya no era -ya no es- lo que era.
El papado de Roma es la institución paradojal por excelencia, con su mixtura entre poder celestial -el Papa es el ultimo monarca con poder absoluto por derecho divino de Occidente- y poder terrenal y político. El proceso de selección del Papa es la instancia de cambio político mas secreta y a la vez más pública del planeta; el desfile de capas rojas camino a la Capilla Sixtina fascina y resiste aún a la desacralización generalizada del poder político que propone el siglo algorítmico. El Vaticano es tal vez la única institución de magnitud que queda en el mundo que es, a la vez, profundamente occidental y profundamente antiliberal, una posición única que le permite observar los procesos históricos sin la necesaria voluntad de mimesis que posee la política electoral y de masas. La Iglesia tiene su propia forma de milenarismo y de filosofía de la Historia, una que no remite ni a la Fe en el progreso tecnológico ni a la racionalidad económica -el canon unánime del siglo que termina y del que acaba de empezar- y que le permite cuestionar algunos tabúes que la política secular ya no se permite.
El Vaticano es tal vez la única institución de magnitud que queda en el mundo que es, a la vez, profundamente occidental y profundamente antiliberal, una posición única que le permite observar los procesos históricos sin la necesaria voluntad de mimesis que posee la política electoral y de masas.
El papado de Francisco y su prédica se insertan así en una larga tradición histórica. En el extraordinario libro de José Fernández Vega, "Francisco y Benedicto- el Vaticano ante la crisis global" se señalan las líneas de continuidades que existen entre Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco en la critica al capitalismo como forma definitiva de organización social. Cita al historiador británico y marxista Eric Hobsbawn, quien en un libro del 2011 señalaba que "según me consta, en los últimos 25 años ningún líder de ningún partido de la izquierda europea ha declarado que el capitalismo como tal sea un sistema inaceptable. La única figura pública que lo hizo sin vacilar fue Juan Pablo II".
Terminada la "confrontación principal" que implicó la lucha contra el poder soviético y el socialismo real en todas sus formas y manifestaciones, la Iglesia retomó sus viejas críticas decimonónicas al liberalismo político y económico. La novedad de Francisco en este punto consiste en la forma en que logra reestructurar, actualizar, modernizar y popularizar un núcleo de ideas perennes en la Iglesia Católica. De alguna manera, Francisco resuelve la crisis de la Iglesia por arriba. No reformándola -en 7 años, son contadas las reformas canónicas o estructurales que pueden observarse dentro de la misma Iglesia- sino poniéndola de cara y en el centro del debate de su época.
Un Mundo infeliz
El mundo que le tocó en suerte al Cardenal Bergoglio al asumir es el de la expansión universal del ethos capitalista a todas las regiones, culturas y conciencias del mundo, una suerte de totalitarismo soft que el también británico Mark Fisher llamará "realismo capitalista", en imitación al "realismo socialista" del siglo XX: el There´s no Alternative al capitalismo como forma de organización de la Humanidad. Un capitalismo que parece sin embargo haber mudado su centro de operaciones hacia Asia, en un cambio trascendental y sin parangón en la historia de este sistema nacido en Europa.
La tendencia larga del siglo XXI parece mostrar algunas constantes: el ascenso chino, la crisis de las clases medias occidentales y, más recientemente, la crisis de las democracias. Desde el atentado terrorista del 2001 en el World Trade Center - y la larga War On Terror que le siguió y que modificó sustancialmente el paradigma de libertades públicas clásico del liberalismo en su mismo centro, los Estados Unidos- hasta la crisis financiera del 2008, con epicentro en Wall Street -cuyas consecuencias políticas y económicas aun siguen manifestándose- podría decirse que el mundo occidental vive en estado de crisis permanente. Después de 2008, China amplifica su poderío convirtiéndose en nación prestamista y acreedora del mundo, en un opuesto exacto de su situación en el siglo XIX, revirtiendo en los hechos su propio "Tratado de Versalles": la disputa chino americana empieza a nacer ahí. La desestructuración política mundial se profundiza con la caída de los regímenes seculares y dictatoriales del mundo árabe, la radicalización religiosa con la segunda ola de integrismo islámico -de Al Qaeda a Isis, en una transformación que hace quedar a Bin Laden como un diputado noruego- y la guerra civil siria, que al precipitar un proceso de inmigración masiva presiona sobre las fronteras y las sociedades europeas, facilitando el auge de las ultraderechas en el continente. El verdadero telón de fondo del papado de Francisco es este: la "decadencia de Occidente", diría Spengler, o la "Caída de Roma", cristalizada en la elección del Nerón Donald Trump, el primer presidente americano que explícitamente mira el pasado y no el futuro, justamente en el (¿ex?) país del futuro.
El esbozo de solución franciscana, su proyecto, consiste en insuflar la energía perdida en el centro desde la periferia, una palabra que en su vocabulario político y teológico es central: es en las "periferias existenciales" en donde se encuentran los residuos de verdad necesarios para un centro perdido y sin alma. Su agenda recuperará los temas perdidos del mainstream político mundial, al menos en una clave que no sea punitiva: los pobres, la ecología y los migrantes. En términos ideológicos, Francisco hará un sincretismo entre el "peronismo" teológico inscripto en la denominada "Teología del Pueblo" -alternativa tercerista latinoamericana entre la "Teología de la Liberación" por izquierda y el decálogo de la Iglesia más conservadora y tradicional por derecha- y el ideario de los nuevos "populismos" latinoamericanos de los años 2000, tal vez la última experiencia novedosa y exitosa -al menos en aquella década- de la izquierda mundial.
El esbozo de solución franciscana, su proyecto, consiste en insuflar la energía perdida en el centro desde la periferia, una palabra que en su vocabulario político y teológico es central: es en las "periferias existenciales" en donde se encuentran los residuos de verdad necesarios para un centro perdido y sin alma.
Una de las paradojas de este hombre paradojal es que conoció este proceso en disputa abierta con el que fue uno de sus referentes principales, Néstor Kirchner, disputa que tuvo sin embargo más que ver con las formas del poder que con su ideología profunda, que era en buena medida compartida. La crisis y la pérdida de poder paulatina de las clases medias en los países centrales trajo aparejada la crisis político-ideológica de la socialdemocracia en todas sus formas -desde el Partido Socialista francés pasando por el laborismo británico llegando hasta el Partido Demócrata americano- hundida entre el posibilismo aséptico y el abandono de su clientela trabajadora "blanca" por alternativas derechistas más representativas.
Desde el zapatismo en adelante, las formas más creativas de la "izquierda" vinieron de América Latina, y es de ese legado se nutrirá el francisquismo político. Será, sin embargo, un recuperación crepuscular, que coincidió con la creciente crisis real de esos "populismos" en el poder: en 2013, cuando Francisco asume, comienza la caída paulatina pero sostenida del kirchnerismo, el Partido de los Trabajadores en Brasil y la berretización definitiva del chavismo en Venezuela con la figura de Nicolás Maduro. La Iglesia, que preservó la cultura griega y romana de los bárbaros internalizándola, sabe de transmutaciones. El "populista latinoamericano" en el poder más relevante hoy es sin dudas el Papa Francisco.
La Realidad es superior a la Idea
La alquimia franciscana tratará de prescindir, al menos conceptualmente, del legado más polémico de estos gobiernos: la corrupción a gran escala. Y, más importante aún, se diferenciará también de un núcleo central en el proceso real de estas experiencias: el consumo como primer motor de integración social. Apalancado en el boom de las commodities posibilitado por el ascenso chino, los nuevos procesos de los populismos latinoamericanos tendrán al consumo popular -y del otro también- como piedra angular de su contrato social no escrito. Imposibilitadas de recrear las condiciones de una verdadera movilidad ascendente, las izquierdas latinoamericanas en el poder la reemplazarán por la expansión de la frontera de bienes de consumo a las clases populares.
El Papado tiene objeciones teológicas y prácticas a dicha concepción consumista: cree que no es deseable desde el punto de vista espiritual ni sostenible desde el punto de vista económico. Como se sostiene en Evangelii Gaudium, su primera encíclica social: "La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce el ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo". Del mismo modo supone que el modelo de desarrollo capitalista actual es intrínsecamente destructor del medio ambiente, como un todo indisociable. A mediano plazo, el límite de la expansión del consumo de masas es la sustentabilidad y viabilidad del mismo planeta Tierra, y de ahí que de la lectura de Laudato Si, su "encíclica verde", se desprenda un sostén político a las teorías del decrecimiento. Tiene sentido: nadie mejor que la Iglesia para pararse en contra de la última vaca sagrada de la política mundial: el crecimiento ilimitado. Después de todo, debe ser la única institución que no teme quedar desfasada de la idea de futuro colonizada por el paradigma tecnológico, único parámetro real y verificable de la existencia de algo así como el progreso en la Historia. Francisco parafrasea al poeta francés Charles Baudelaire, cuando decía que "el único progreso verdadero es el progreso moral". Antes que un planteo político es una postulado metafísico.
Francisco propone una teología interesante por realista: son las tablas de la Ley de una globalización de vacas flacas y de un cambio tecnológico que descarta trabajo humano y personas a pasos agigantados; del cataclismo climático y las migraciones en masa; del fin de la fe en las posibilidades de cambio de la política como actividad, algo así como la segunda muerte de Dios, pero esta vez el del siglo XX. Propone un principio ordenador que no esté basado en la continua expansión del consumo de masas: una ética para un mundo sin trabajo, una espiritualidad que sostenga y haga vivible el mundo potencialmente anómico de la renta universal. Este "realismo romano" hace que efectivamente acepte algunos de los peores aspectos del mundo actual como realidades estructurales e inmodificables bajo el mismo sistema, como el trabajo informal, el desempleo masivo y la exclusión social. La acusación de "pobrismo", realizada incluso por sectores de la ortodoxia sindical argentina, tradicionalmente "papista", proviene de ahí. El programa político romano propone la organización de nuevos movimientos sociales de excluidos y descartados en la economía popular, a los que considera en un rol tan relevante como el de los sindicatos a fines del siglo XIX. Del mismo modo procede con el apoyo a los procesos de urbanización y autogestión de los barrios populares, la traducción urbana y territorial de este descarte y exclusión. Las dos leyes aprobadas en la Argentina bajo el macrismo y con auspicio y participación cristalizan en legislación esta política: la Ley de Emergencia Social y la Ley de Urbanización de Barrios Populares, conocida como RENABAP. Francisco parte del mundo del que es, no del que fue. En ese sentido, es paradojalmente más "moderno" que su adversario mundial principal, Donald Trump.
Los años de la soledad
Si un aliado tuvo en el mundo Francisco, ese fue Barack Obama. Compartían una parte de la agenda política -sobre todo en lo relacionado con el cambio climático- y una visión similar en algunos puntos clave de la agenda "geopolítica", sobre todo en la voluntad peacemaker del presidente norteamericano en algunos puntos clave: la "Paz con Cuba", la "Paz con Irán". Esa alianza tuvo su máxima expresión en la visita que el Papa argentino realizara a Estados Unidos, en donde -parece que hace un millón de años- fue vitoreado por todo el Congreso de pie, el único argentino junto con Carlos Saúl Menem, y por motivos muy distintos.
El 2016, el annus horribilis de la globalización, terminó con la alianza Roma- Washington y el acuerdo entre "el Papa y el Emperador" para encauzar algo de la crisis occidental: no podría conseguirse un antagonista tan integral al Papa Francisco como el nuevo presidente Donald Trump. Millonario, hedonista, xenófobo y negacionista ecológico, su crítica al "globalismo" solo enmascara que ahora Estados Unidos empezó a perder en el juego que inventó y del que ahora pretende no bajarse, sino volver a dominar.
El término "populista" siempre llama a confusiones, una etiqueta que le cuelgan por igual a ambos. Dicho de manera rápida, el populismo en América Latina es casi siempre "izquierdista" y en los países centrales casi siempre "derechista", y de ahí que la crítica a la globalización como punto de coincidencia sea en el fondo solo una etiqueta. La elección de Trump no solo posicionó a nivel global una agenda y un nuevo sentido común hostil fundamentalmente a todo el ideario papal; también prohijó y ayudó a la proliferación de un populismo xenófobo y antiinmigrante en Europa, ayudado también financiera y políticamente por la Internacional Negra puesta en marcha por Vladimir Putin. La relocalización geopolítica de Inglaterra con el Brexit junto con su primo hermano norteamericano y la crisis de sentido de la Unión Europea vulneraron también el radio de influencia cultural y política del Vaticano. Sumado a la crisis de las izquierdas latinoamericanas -la elección de Mauricio Macri, la destitución de Dilma Rouseff y la elección de Jair Bolsonaro, otro enemigo del Papa, la interminable decadencia armada del régimen de Maduro en Venezuela, el Golpe contra Evo Morales- en todo el mundo pareció consolidarse un escenario hostil a la agenda papal, que los triunfos de Alberto Fernández en Argentina o de AMLO en México no alcanzan a compensar.
La elección de Trump no solo posicionó a nivel global una agenda y un nuevo sentido común hostil fundamentalmente a todo el ideario papal; también prohijó y ayudó a la proliferación de un populismo xenófobo y antiinmigrante en Europa.
Un aislamiento que no es sólo "geopolítico": en los últimos años, la novedad del surgimiento del movimiento de mujeres como actor político de relevancia descolocó a Roma, que no puede ni pudo contener en su universo. En su clásico "Catolicismo Romano y Forma Política", Carl Schmitt se sorprendía de hasta que punto, "la Iglesia Católica es una complexio oppositorum: no parece que haya contradicción alguna que ella no sea capaz de englobar." El alemán no conocía todavía el movimiento de mujeres, un movimiento amplio, diverso, policlasista, y, sobre todo, popular. Este es el talón de Aquiles de la teoría de la inculturación, que supone una relación simbiótica entre las experiencias populares y el Evangelio: ¿qué pasa si el nuevo sujeto es a la vez popular y anti eclesiástico? En esta contradicción residen los intentos de hacer "burgués" el feminismo, de "despopularizarlo". Francisco siempre evitó deliberadamente el hacer foco en la agenda "genital" de la Iglesia: sabe como político y pastor que es una causa perdida en la sociedad, en el corto o el mediano plazo. Prefiere dar las batallas sociales que le parecen más relevantes o centrales en la crisis actual, o las que no lo colocan instantáneamente en el espectro reaccionario del diagrama social y político. Durán Barba intuyó esto y por eso lo descolocó: por primera vez el Papa revolucionario de la tapa de la Rolling Stone volvía al lugar en donde no le interesa pero está obligado a estar. En ese sentido, el voto de Cristina Kirchner en el tratamiento de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo es paradigmático de cómo, más allá de las mujeres en sí, la "cuestión de género" divide lo que Francisco considera que debe ser a priori un frente unido.
En la Argentina, 7 años después, la "buena nueva" papal también parece haberse redimensionado: los políticos peronistas ya no viajan en búsqueda de la foto y la peregrinación al Puerta de Hierro romano parece haber terminado. Pero contrario a lo que podría pensarse, esta tal vez sea la oportunidad para que, pasada "la moda Francisco" con sus interminables voceros y cortesanos, el foco vuelva a estar en su "teología política": un profeta para la globalización de los últimos días, uno que entiende que la respuesta a la crisis no puede ser solo económica o política. Porque como decía André Malraux desde las profundidades del siglo XX: "el siglo XXI será espiritual, o no será".