Hacía un rato que la cena había terminado y bastante más que habían entrenado. Con paso cansino y de a poco, el plantel abandonó el comedor del Babson College, en Boston, rumbo a las habitaciones. Ya en la suya, Gabriel Batistuta se descalzó, se quitó la remera de entrenamiento, el pantalón y se lavó los dientes. Tomó sus botines y los empapó en la pileta del baño.
Sentado sobre un lado de su cama, mientras cruzaba las últimas palabras de la noche con Claudio Caniggia, se los puso. Apagó la luz y esperó que el agua hiciera lo suyo: ablandar el cuero durante la noche.
Batistuta usaba los botines medio número más chico; necesitaba sentir el pie compacto. Estos que le habían dado eran demasiado pequeños, un número menos. El par en camino no iba a llegar a tiempo. Por suerte, el cuero cedió: en el entrenamiento de la tarde anterior le apretaban por demás, pero la mañana del 21 de junio de 1994 se sentían bien.
Ese día Batistuta hizo el gol más rápido de la Argentina en los Mundiales, a los dos minutos de comenzado el partido. Con tres goles suyos y uno de Maradona, la Selección le ganó 4 a 0 a Grecia. Era el debut de la Selección en el Mundial de Estados Unidos 1994 y también el suyo en una Copa del Mundo.
Gabriel Batistuta nació el 1° de febrero de 1969 en Avellaneda, a 5 kilómetros de Reconquista, provincia de Santa Fe. Entre ambas localidades alcanzan los 100 mil habitantes. Es el hermano mayor de tres mujeres, el hijo de Gloria y Omar, un hombre de campo, de seis de la mañana, heladas y uñas en tierra.
El compromiso de su padre con el trabajo le marcó clarísimo el futuro: Gabriel no quería trabajar así, con esos horarios. Él quería poder faltar a su trabajo. "Si me duele la cabeza, falto", pensaba. Entonces pensó en autos: sería mecánico y tendría su propio taller. El conocimiento lo tenía porque había egresado de una escuela técnica, sabía de electromecánica y, además, era muy bueno en Matemáticas.
Mientras diagramaba su futuro de motores y fosas, una selección juvenil argentina llegó a Reconquista en busca de un adversario. El partido que habían arreglado en otra ciudad se había suspendido y tenían que entrenar donde fuera. Reconquista improvisó el equipo de once con todo lo que tenía de su fútbol y ganó 2 a 1. Los goles los hizo un pibe de 17 años un tanto excedido de peso, pero con una patada de búfalo. Eso lo vio Bernardo Griffa, un cazatalentos de unos kilómetros más allá: Rosario, Newell's Old Boys.
"El gordo", como lo llamaría siempre Marcelo Bielsa, ni pensaba en ser futbolista. Pensaba en el taller mecánico, en la tranquilidad de su pueblo, en los alfajores y en la Fanta que tomaba como si fuera el último día de las gaseosas en la Tierra.
En Reconquista no se hablaba de grasa versus masa muscular, ácido láctico y regenerativo. Pero Argentina empezaba a vivir la debacle del Plan Austral, que ya no contenía la inflación. La oferta de Griffa de irse a Newell's encontró en la situación económica a un aliado. Batistuta no hubiese ido de no ser porque el fútbol aparecía como una salida laboral.
En la pensión de Newell's dice que le daban "cinco ravioles". "Los demás (Fernando Gamboa, Toto Berizzo, Darío Franco), si tenían hambre, pedían otro plato. Yo no podía".
Batistuta, el gordo, tenía hambre, estaba lejos de su casa y ni siquiera descansaba bien: la pensión estaba debajo de una de las tribunas de la cancha de Newell's. Cada tanto, en una gresca, la hinchada visitante rompía los vidrios. Qué frío, qué calor y qué mosquitos entraban por allí. Cómo recuerda esos mosquitos.
La primera mañana que despertó en la pensión vio conos rojos y verdes y palos de escoba. ¿O eran estacas? Puede que fuesen escobas que hacían de estacas, cree. Marcelo Bielsa, de 28 años, ya tenía preparado el entrenamiento. Para acá, para allá, para acá, para allá. Además de cortar el pasto y limpiar vidrios -el club le pagaba por esa tarea-, Batistuta había empezado a entrenar. Antes solo jugaba a la pelota.
Cuando adelgazó los primeros tres kilos, Bielsa lo recibió con un premio en el entrenamiento. "Ahora los podés comer", le dijo, mientras le pegaba un manotazo a una caja de alfajores que le había llevado de regalo.
Recién al año y medio de estar en Newell's, Batistuta sintió que podía vivir del fútbol.Pero un miedo lo acompañó toda la carrera: quebrarse. Entonces los tobillos no dolían. No tanto como al cabo de unos años.
En el afán de jugar, golear y ganar, el pibe de veintipico se infiltraba para entrar a la cancha. Años después diría que hubiese jugado la mitad de partidos que jugó, porque los hubiese jugado mejor. También muchos años después, en un ruego, pediría que le amputaran las piernas. Sin cartílagos, los huesos raspaban contra huesos. El cuerpo descansaba sobre lanzas.
El 25 de septiembre de 1988 debutó en primera división contra San Martín, en Tucumán. Newell's estaba jugando la Copa Libertadores y la lesión del delantero Jorge Gabrich lo puso a Batistuta en cancha: a menos de un mes de debutar en primera jugó un partido de semifinales. Fue con San Lorenzo y convirtió un gol. Y no paró. El fútbol ya era su trabajo. River le echó el ojo al santafesino de juego más efectivo que vistoso, con un tranco de pisadas de yunque, pero con un misil en la derecha. Y lo compró.
River, Buenos Aires, no fue fácil. Batistuta fue profesional antes que futbolista. Tenía menos vestuario que los demás, nada de roce con representantes, empresarios; nada del mundo del fútbol. Ahora no había mosquitos y no tenía hambre, pero estaba lejos de casa.
Cuando Passarella asumió como técnico en River lo relegó y le hizo un favor. De no haber sido por eso, posiblemente no hubiese jugado en el club del que es hincha de muy chico: Boca Juniors. Cai Aimar, el técnico xeneize, lo pidió. Junto con Diego Latorre formó la delantera soñada y los goles le valieron la convocatoria a la Selección. Con 22 años llegaba a la Selección Mayor sin haber pasado por ninguna selección nacional juvenil.Lo más cerca que había estado de una había sido en Reconquista, pero enfrentándola. Debutó en un amistoso contra Brasil en Curitiba el 27 de junio de 1991. Un mes después jugaba la Copa América de Chile y salía campeón: nacía el Batigol.
Esa Copa América le daría a su compañero Diego Latorre dos dolores de cabeza: Leo Rodríguez le ganó la titularidad en la selección y Batistuta su lugar en la Fiorentina. Por 5 millones de dólares el equipo italiano le compró el pase de Bati a Boca: como el cupo era de dos extranjeros por equipo, se decidieron por uno de los argentinos.
Con 54 goles fue el máximo goleador de la historia de la Selección argentina hasta el 1° de julio de 2016.
El récord, que lo tuvo durante 18 años, se terminó ese día: Lionel Messi hizo su gol número 55 con la camiseta nacional. "¿Si me jodió que Messi me sacara el récord? Un poco, sí. Bastante. Era un título que yo tenía, no es cualquier cosa. Vas por el mundo y dicen 'Es el máximo goleador de la Selección argentina'. La ventaja que tengo es que vengo después del extraterrestre".
La última imagen que hay de él con la camiseta 9 de la Selección es del Mundial Corea del Sur-Japón 2002. Ese mundial marcó que la meritocracia en el fútbol solo aplica al espectador, al que llega antes y consigue el mejor asiento, porque en la cancha una mala semana arrasa con un ciclo brillante de años.
Marcelo Bielsa (de nuevo juntos) era el director técnico de ese equipo entrenado, posiblemente, hasta el agotamiento. El trabajo hecho hacía pensar que volverían con la Copa del Mundo, y no en primera ronda. Batistuta tenía 33 años. Como en los dos mundiales anteriores (Estados Unidos 94 y Francia 98) convirtió goles en el partido debut.
La vuelta en primera rueda es el puñal de aquel mundial en el que se despidió Batistuta. Pero hay otro: no pudimos verlo romper absolutamente todo jugando con Hernán Crespo, juntos. Para el técnico era uno u otro, no ambos.
Fue Bielsa, dice Batistuta, quien le enseñó la vida de profesional. Dieciséis años después del mundial, una mañana de otoño en Buenos Aires, Batistuta lo abrazó y le dijo que lo quería mucho. Fue un encuentro fortuito: ambos desayunaban en el mismo hotel. Batistuta se sorprendió al verlo y dudó si interrumpirlo: Bielsa estaba reunido con otros hombres hablando de fútbol.
En la Fiorentina, ganó una Copa y una Supercopa y fue goleador: jugó 332 partidos y convirtió 207 goles. También descendió de categoría, pero devolvió al club a la primera división. Él dijo que no podía comprender que lo quisieran solo por hacer goles. Le hicieron una estatua y desde 2014 está en el salón de la fama del club.
Decir que vivió en Italia no es exacto. Vivió en casas de Italia. En Florencia, en Roma (jugó en la Roma) y en Milán (Inter), padeció un tanto el amor italiano. Cuando jugaba en la Roma, por ejemplo, "El primer año todos querían un autógrafo. El segundo todos me querían putear. Pasé dos años encerrado", dijo.
Con los dos primeros hijos (junto con su esposa Irina es padre de cuatro varones) no pudo ir a un parque ni llevarlos al colegio. En esas casas, que se transformaron en casi el único escenario familiar, no había camisetas, ni trofeos ni fotos. No había señales de un padre futbolista. Tan es así que Shamel, el más pequeño, a sus 12 años le preguntó: "Papi, ¿vos hiciste algún gol de penal? De tiro libre, también, ¿no?". Batistuta sospecha que puso su nombre en YouTube.
Shamel nació en Arabia Saudita. Ahí se mudaron los Batistuta cuando Gabriel aceptó jugar en el Al Arabi. Era una jubilación activa, un retiro en cuotas.
La asfixia que vivió en Italia lo decidió con un googleo. Tipeó "ciudad con mejor calidad de vida". La respuesta fue Perth, Australia. Retirado, vivió allí dos años.
Jugaba al golf y era un hombre con campos en Argentina. Pasar desapercibido era el cometido y entendió que lo había logrado una mañana de 2005. Su compañero de golf le contaba que en Alemania se jugaría un mundial de fútbol y que era una experiencia sumamente importante para un deportista. Batistuta lo dejó hablar. Cuando el hombre calló le dijo que sí, que es una experiencia única y que él había jugado tres. No le creyó.
De Perth volvió a la Argentina y directo a Reconquista, donde actualmente vive. Ahí es Batistuta y un hombre de campos que los miércoles juega al fútbol en "La quinta de Quique".
Hace poco más de un año y después de treinta, volvió a Newell's. El club lo había invitado a un evento. "Era del centro cultural, que está debajo de una tribuna. Yo fui con la idea de que vería la pensión, quería volver a caminarla. Pero era del otro lado de la cancha. Me quedó un gustito amargo", le confesó entre risas en mayo de 2018 a Sebastián Vignolo en el canal FOX Sports.
Dos meses después de esa entrevista el hombre que cuando jugaba declaraba que no le gustaba el fútbol (para ahuyentar a los periodistas) y hoy cumple 50 años, viajó a Europa. Desde allí compartió una foto en su cuenta de Instagram: "Festejando con amigos el título de DT #UEFA".