COVID, dengue y delincuencia: las pestes que azotan a las villas argentinas

Crece el temor a que la segunda ola de covid-19 arrase con las barriadas más pobres de la capital, cuyos habitantes apenas han podido resistir a los estragos de la primera. Un recorrido por algunas de ellas

Además de la exposición al contagio derivada de trabajar en la calle, las condiciones de hacinamiento en sus viviendas hace físicamente imposible realizar un aislamiento por covid-19. La familia de Carlos vive en un solo cuarto en la Villa Zavaleta. 

Marisa danza embutida en un traje espacial, amarillo. Parece la reina de una comparsa, ataviada con guantes de látex rojos y una mascarilla de gas. Maneja una orquesta de fumigadores que, con sus mangueras, se pierden en pasillos infinitos, esparciendo el veneno para que la peste no se propague. Es la Villa 31, una de las más afectadas por la covid-19  y donde la gente más humilde lucha contra el flagelo del virus, pero también de la pobreza. 

Unas 40.000 personas viven en la Villa 31, una de las 100 barriadas que rodean Buenos Aires -en toda la provincia alcanzan el millar-. Aunque el coronavirus tardó en llegar al asentamiento, la mitad de estos vecinos acabaron afectados, según el propio Gobierno de la capital argentina. En estos frentes los que ponen el pecho son las organizaciones comandadas por mujeres, en su mayoría, y por la Iglesia. Marisa pertenece a la cooperativa de trabajo Cristo Obrero y nunca había fumigado, pero en cuanto le dieron el equipo y su mochila, supo lo que tenía que hacer: "Siempre avisamos antes de bañar una casa porque la gente se asoma, podríamos empaparlos, contaminarlos. Es tóxico, pero necesario".

Eva Alarcón tiene 30 años y coordina el comedor popular Doña Emi en la Villa 21-24. En ese lugar, los voluntarios cocinan y entregan raciones de alimento para más de 200 personas, son en su totalidad mujeres que trabajan sin cobrar un sueldo por parte del Estado. Alimentan a cientos de personas sin recursos. 

En estas villas, incluida la 31, hay que agregar un problema de inseguridad y violencia. A los delincuentes juveniles se les denomina "pibes chorros". Uno de ellos posa frente a un mural que conmemora a los chavales abatidos por la policía. "Con la cuarentena, ni siquiera podemos salir a realizar changas -trabajos relacionados con la construcción, instalaciones eléctricas o fontanería-; la cosa está complicada hasta en el negocio de la venta de droga. Si no hay plata tendremos que volver a las calles" advierte.

A varios kilómetros, en otra villa miseria, Zabaleta, la historia se repite. Casas agolpadas de ladrillo desnudo, calles sin pavimentar, problemas de agua y luz. Las reglas que rigen en estos barrios son distintas. La población no tiene trabajos estables ni cobertura por desempleo. En cuanto comenzó la pandemia se vieron confinados, prácticamente sin ningún tipo de sustento. Lo poco que tenían, lo perdieron.

Las familias de la Villa 31 toman medidas de seguridad como colocar rejas en puertas y ventanas debido a los altos niveles de delincuencia que padecen en su comunidad.

Además de la exposición al contagio derivada de trabajar en la calle, las condiciones de hacinamiento en sus viviendas tornan imposible realizar un aislamiento por covid-19. La familia de Carlos vive en un solo cuarto en la villa. Vino de Paraguay buscando un futuro mejor, pero acabó con sus dos hijos y su mujer en estos escasos diez metros cuadrados. Lámpara colgante que se tambalea del techo, una litera, horno donde cocinar. Imposible moverse. Carlos empezó a reciclar basura, convertiste en cartonero, pero llegó la debacle y ya ni siquiera hay apenas cartón para cargar en el carro. "La gente aprovecha todo, consume menos", narra.

Su familia, como otras miles, subsisten de las ollas populares. Son cantinas que se afanan por suministrar dos comidas diarias a los más carenciados. Sin ellas, el impacto de la covid-19 habría sido aún mayor. La pobreza avanza en Argentina y alcanzó al 40,9% de la población en el primer semestre del 2020, con un 10,5% de las personas en la indigencia, uno de los peores registros en la historia del país. Este índice, difundido por el Instituto de Estadísticas (INDEC), cae en medio de una grave crisis económica y una cuarentena que se prolongó desde marzo durante siete meses.

El padre "Toto", Lorenzo De Vedia, realiza su actividad religiosa en la Villa 21-24. Fue uno de los primeros en denunciar los casos de coronavirus en el barrio. La Iglesia de opción por los pobres, denominados curas villeros, junto a las organizaciones barriales, se han convertido en la primera línea de batalla contra 'la peste' y el hambre. 

En la Villa Zavaleta también se encuentra el comedor Los Peques, que asiste alimentariamente a jóvenes con problemas de consumo, principalmente adictos a sustancias derivadas de la cocaína como el "paco" o crack. Largas filas de gente que malvive en las calles, rostros color carbón, uñas ennegrecidas, miradas perdidas. Los que allí llegan reciben bandejas de plástico con locro, algún trozo de carne y pan. Uno de sus responsables Martín, referente sindical de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) dice: "Estos chicos son los expulsados del sistema". Los sindicatos, movimientos muy poderosos en Argentina, también batallan en estas "trincheras".

El Riachuelo o la serpiente


La historia se extiende por el Riachuelo, el río pestilente que riega la zona más pobre de la provincia de Buenos Aires, la Matanza. Lo llaman también la serpiente. Aguas sépticas en donde las fábricas vierten sus residuos, sin ley ni orden. Por una moneda, Caronte ofrece una travesía hacia otro mundo tan cerca pero también, alejado de la capital. La barca color calabaza se tambalea maltrecha. En las orillas, perros que palidecen, blanquecinos, con sarna, ladran al paso de la embarcación. Se detiene en la Villa 21-24, donde se escuchan sonidos de cumbia y huele el chorizo frito de las parrillas. La pandemia ha llegado en forma de dengue y coronavirus. A esto suma pobreza, violencia, una plaga. Otra tormenta perfecta.

En una de las plazoletas está Eva Alarcón, de 30 años y coordinadora del comedor popular Doña Emi. Cocinan, entregan raciones de alimento para más de 200 personas que son en su totalidad mujeres. Trabajan sin cobrar un sueldo por parte del Estado. Eva, una de esas valkirias que entregan su vida a esta causa, levanta el caldero para supervisar el guiso. El humo cubre su cara protegida por la mascarilla.


Retrato de un residente de Villa Zabaleta se protege con mascarilla.

"La ciudad nos da una asignación, pero no la aumenta y el número de personas que se acerca a pedir comida crece, los precios también, con una inflación del 40%, imagina lo que sale la garrafa de gas. Es complicado". Eva se dirige hasta una casa cercana, pero no quiere entrar. Adentro aguarda Ramona Collante, positivo por covid-19 y que padece síntomas agravados: Además de sufrir fiebre y tos, tiene inflamadas las extremidades. Debe permanecer aislada durante dos semanas en su casa. También se infectaron su hija y su nieto.

Se levanta a duras penas de la cama, pide perdón al Cristo por la sanación de su familia. "Yo limpiaba casas, ahora ni puedo, no me quieren recibir; en la villa el rumor se extiende rápidamente, quedas señalada".

El dengue, la otra plaga


Miembros de la cooperativa de trabajo Cristo Obrero fumigan los pasillos de la Villa 31 con elementos e insumos propios con el fin prevenir la propagacio?n de la covid-19. La Villa miseria 31 de Buenos Aires es una de las más afectadas por la pandemia y donde la gente más humilde lucha contra el flagelo del virus, pero también de la pobreza. 

Petrona, de avanzada edad, con canas, se mueve desafiante entre las calles. Mascarilla azul, ojos negros. Llega hasta la reja de su casa. "¿Qué quieres?" pregunta. Los cinco hijos y nietos tienen dengue. "Vomité sangre, también las encías, y al defecar (...) pensé que me iba a morir", asegura ofuscada, antes de pasar al salón. En el interior sostiene, temblando, una estampita del papa Francisco. Acaricia el rosario de plástico verdoso, las bolas tintinean de forma nerviosa, las velas parpadean en la sala. Milagros, de siete años y también contagiada, juega en una cama con sus tres hermanos. Colorea, rellena las alas con tinta, mariposas, mariquitas sin lunares. "¿Tienes miedo a los mosquitos?". "Sí, un poco", afirma sonriendo.

El dengue compite con el nuevo coronavirus: más de 500.000 casos, más de 500 muertos al año y la cifra, imparable. La humedad se nota en cualquier esquina, calle o estación del año. En la habitación de Petrona la tele anda prendida. Suena el 24 horas del canal América, el presidente Alberto Fernández habla a la nación. Los casos crecen -centenares de muertos por día-, el proceso de vacunación continua y no quieren dar un paso atrás, pero los datos no son positivos. Se espera otra ola aún más potente y encima, llegó esa segunda cepa proveniente del vecino Brasil. Negros nubarrones se ciernen sobre el cielo albiceleste.

Los bomberos de la Virgen


Cae el sol en la Iglesia Santa María Madre del Pueblo de la Villa 1-11-14. Como siempre, el cura Juan bendice a la legión de Bomberos de la Virgen. Una especie de protección para largas jornadas donde este cuerpo de voluntarios se expone al virus de cerca.

Los bomberos luchan con fiereza para poder entregar las cajas de comida entre las familias afectadas. Javier, el jefe de la Unidad, trabaja al lado de la estación de gendarmería, la división del Ejército que entra en las zonas más "pesadas", -peligrosas-. El acceso es imposible, las ambulancias no quieren entrar por el miedo a ser asaltadas. Las luces se apagan.

Un bombero en la Villa Miseria 1-11-14 de Buenos Aires, Argentina, se prepara para hacer las rondas de desinfección en el barrio durante la segunda ola de covid-19 en el país.

Javier es una especie de Rambo voluntario que se arremanga la camisa azul mientras escucha cuarteto -un estilo de música argentino-. Rodrigo es su ídolo. Sube el volumen a todo trapo en su coche, con el escudo de San Lorenzo -equipo de fútbol- dando saltos en el salpicadero. Durante el trayecto reparte alimentos en callejones oscuros donde hay más de 70 contagiados. Deposita las cajas de comida, espera hasta que alguna persona sigilosa la retira. "Es como gatillarse en una ruleta rusa: en algún momento me voy a infectar" asegura.

De vuelta a la Villa 21, otra vez al borde del río, suenan cantos de sirena. Una música que atrapa. Jazmín, de 11 años, toca el arpa en su casa. Los últimos rayos traspasan los barrotes de hierro protegen la casa de los "lobos" que acechan de noche. La orquesta de la parroquia entregó los instrumentos durante la pandemia para que los niños pudieran ensayar. Son los ocho de la noche y desde sus casas todos empiezan a tocar, -y un coro, en sintonía, a cantar- la primera de las piezas musicales: uno de los temas emblema de la banda sonora de Juego de Tronos. La luz volverá brillar en las villas miseria.

El País

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