Las 10 cosas que enseña la montaña

Anécdotas y apuntes varios desde el corazón de Los Andes

Detalles de una travesía dónde el clima, los paisajes, la historia y la política se viven de forma extrema.

“En la montaña todo enseña”. Esta frase, tomada del poema “Hora Cero” del nicaragüense Ernesto Cardenal, resume muchas experiencias que se viven a miles de metros de altura, en el escenario de la chispa que encendió el fuego revolucionario de la libertad de Sudamérica: El cruce de Los Andes por el camino de San Martín. En ese clima extremo, de montañas coloridas y animales salvajes, se escribió el primer capítulo de la libertad del continente y hoy, casi doscientos años después, todavía se discuten cuestiones vitales para el país.


1- La montaña enseña que siempre hay que pensar a futuro. Durante el cruce, las noches tuvieron temperaturas bajo cero y los días de casi 30. Esto hacía que en las mañanas heladas haya que ponerse protector solar pensando en  el calcinante sol del mediodía. Y llevar siempre abrigo para cuando el atardecer le de paso a las frías noches de fogón y bebidas espirituosas. También mirar el cielo y adivinar, a tientas, si esas nubes son de frío, lluvia o simplemente pasan. Siempre se trata de estar un paso adelante o pasarla mal.


2- La montaña enseña que siempre manda la montaña. Solamente una tarde el clima no acompañó en el cruce y fue una muestra gratis del poder de la naturaleza. El cielo estuvo negro y las ráfagas de viento helado dolían en los huesos. El “garrotillo”, mezcla de nieve y granizo, rebotaba en el lomo de las mulas con la amenaza de un temporal. Fue solamente un aviso, pero uno en serio.


3- La montaña enseña que el hombre se acostumbra a todo. Los que al primer día tuvieron que acostarse, descompensados por el esfuerzo y la altura, con el correr de los días se aclimataron. Los que se ahogaban al primer trote empezaron a encontrar cada vez más aire. Los más “exquisitos” con la comida, al segundo día se abalanzaban sobre los guisos de gendarmería. Los que se aguantaban las ganas de ir al baño por timidez, sobre el final rozaban el exhibicionismo. Los que elegían la gaseosa, tomaban agua con gusto a barro sin ningún reparo. Los exégetas de la higiene, durmieron abrazados a los pellones de la montura con olor a mula y la lista es interminable. La elegancia, ahí, es lo primero que se pierde.


4- La montaña enseña que ya no quedan próceres. En ese lugar inmenso y salvaje se pone en perspectiva la hazaña de San Martín con su cruce. Atravesar con 5 mil hombres esos cuatro cordones sanjuaninos para llegar y combatir a un ejército superior (y salir triunfante) es una epopeya imposible de comparar con cualquier dato de la actualidad. Lo extremo de la vida ahí, la dificultad del terreno y la rudimentaria tecnología con la que contaban hacen que sea difícil comprender como una misión casi suicida terminó en una maniobra militar perfecta y en la mayor gesta patriótica de este país.

5- La montaña enseña que hay heridas que empiezan a cerrar. En el límite binacional, argentinos y chilenos sellaron su encuentro con un abrazo fraternal y el canto a viva voz de los himnos de ambos países. Pero lo más importante, es que ambos pidieron por que las Malvinas vuelvan a ser argentinas, una causa que hoy hermana a los pueblos latinoamericanos. Lejos de la postura de conflicto entre la dictadura pinochetista y la de nuestro país de principios de los ‘80, el futuro de los dos pueblos parece estar mucho más cerca de la integración. Así lo demuestra el proyecto del Túnel de Aguas Negras, un paso fronterizo que unirá San Juan y Coquimbo, presente en cada discurso del gobernador José Luis Gioja y el embajador de Chile en Argentina Alfonso Zaldívar.


6- La montaña enseña que otras heridas aún siguen abiertas. Los fogones de madrugada fueron la oportunidad perfecta para que civiles y miembros de las fuerzas armadas puedan dialogar sobre, entre otros temas, el terrorismo de estado. Lo doloroso fue ver que algunos pensamientos cómplices de esa dictadura genocida todavía resisten, aún en los miembros más jóvenes de la fuerza. Lo bueno es que se puede hablar sobre eso, discutir, tratar de dejar otra mirada. Incluso algunos uniformados acompañaron con gestos cómplices “la marcha de la bronca” y mantuvieron un tenso silencio durante los acordes de “Hasta Siempre”, por nombrar dos temas que “enrarecieron” el clima.


7- La montaña enseña que hay que aprender a confiar. Por momentos los caminos de cornisa son tan estrechos e irregulares que la única opción es cerrar los ojos y dejar la vida en manos de la mula. De alguna manera, ese animal tan incomprendido como complejo encuentra la forma de pasar y lo único que pide a cambio es un poco de pasto y agua. Como en un baile, el cuerpo aprende a seguir el ritmo del equino, inclinándose hacia adelante en las subidas y haciendo contrapeso hacia atrás en las bajadas. Es común que en algún momento de las largas jornadas de 10 u 11 horas en el lomo todos hablen con su mula. Lo complicado es cuando empiezan a creer que contesta.


8- La montaña enseña que los detalles cuentan. Así como al primer día no se sabe la diferencia entre mula y caballo, poco después uno es capaz de distinguir su animal de los cientos que hay. De las sombras en las laderas de las montañas se empiezan a percibir los grupos de guanacos, del cielo celeste furioso se reconoce de pronto el vuelo de los cóndores. Un nudo mal hecho en un estribo puede ser un dolor insoportable algunas horas después. Cada detalle se vuelve fundamental.


9- La montaña enseña a valorar lo simple. Algo tan cotidiano como una ducha caliente es uno de los mayores placeres allí, sobre todo después de 10 horas a lomo de mula. Fue el único baño en varios días y no duró más de 5 minutos, pero fue mejor que cualquier spa. Una buena provisión de agua o incluso tener luz eléctrica en la cerrada noche cordillerana también parecen pequeños milagros en ese ambiente, cosas que en la ciudades generalmente se derrochan sin reparo.


10- La montaña enseña que nadie está sólo. En el cruce había políticos, militares, gendarmes, periodistas, famosos y vaqueanos. Pero cuando se apagaban las cámaras y grabadores, se dejaban de lado los discursos y uniformes y se desensillaban las mulas, se borraba cualquier diferencia. El frío castigó a todos, la comida repartió energía y las bebidas calentaron por igual. Cada uno necesitó al otro para darle sentido a su presencia ahí. Los cargos y funciones, como en la sociedad,  sirvieron para organizar pero no para definir a las personas que los ejercieron.