El legado de un estadista
Le dio un vuelco inesperado a la forma de conducir un país. Los hitos de su gobierno y la herencia política: soberanía económica, memoria con justicia y militancia.
El miércoles 27, a las 9.15, murió Néstor Carlos Kirchner. Esposo de Cristina. Padre de Máximo y Florencia. Político. Peronista. Ex intendente, gobernador, diputado, Secretario general de la Unasur. Y el mejor presidente que tuvo la Argentina en los últimos sesenta años.
Es un dato objetivo. Desde el primer peronismo, ningún otro mandatario había logrado entregar el país en mejor estado del que lo encontró. Allí están los números que lo prueban. En 2007 Kirchner transfirió el bastón de mando con el 52 por ciento de crecimiento en el PBI, la reducción de 11 puntos en la tasa de desocupación, el incremento del 230 por ciento en las reservas del Banco Central y la caída de 33 puntos porcentuales en el índice de pobreza. La sucesión ordenada y próspera constituyó un hecho inédito para la Nación. Un hito que coronó el ingreso triunfal de Néstor Kirchner a los libros de historia. Pero la grandeza de los líderes no sólo se mide con datos duros, estadísticas y asientos contables. Los estadistas se distinguen de los políticos profesionales por la ambición de sus proyectos más que por sus logros. Eso era Kirchner. Un estadista obstinado con un proyecto ambicioso: demostrar que las utopías eran posibles.
La cronología cuenta que llegó a la presidencia anémico de votos. Apenas dos de cada diez argentinos confiaron en ese flaco desaliñado que gustaba llamarse a sí mismo “pingüino”, que disfrutaba de sus bromas adolescentes, que había curtido su carácter en la desolada intemperie austral. Llegó a la gran ciudad como suelen llegar los provincianos: anónimo, desconfiado, entusiasmado. Tenía claro el destino, pero el camino se mostraba desolador. La Argentina de 2003 era un amasijo de sueños rotos, escombros de una década trágica de despojo y exclusión coronada por una masacre. Miles sobrevivían de los restos de la basura, otros militaban su rabia en piquetes. La clase media peregrinaba por los bancos tratando de salvar sus ahorros y los privilegiados de siempre estaban aterrados: creían que, de un momento a otro, esa legión de desesperados invadirían los countries para despojarlos de bienes y honores.
El legado de su aparente mentor, Eduardo Duhalde, fue una bomba de tiempo. El caudillo bonaerense había logrado contener los desbordes a pura ortodoxia: beneficios para los dueños del poder y del dinero, shock asistencialista, amplias concesiones a los barones políticos y represión policial. En ese campo minado de pactos y urgencias, Kirchner decidió abrirse paso con dinamita.
Su primera descarga fue sobre la Corte Suprema de Justicia. Si quería discontinuar las políticas de los noventa, debía despojar al tribunal de los hombres que habían sido cómplices y garantes del desguace del Estado. La asunción de los ministros Raúl Zaffaroni, Carmen Argibay, Ricardo Lorenzetti y Helena Highton de Nolasco inyectó algo de prestigio a una institución del Estado carcomida por el servilismo y la corrupción. Pero no sólo eso: la elección de los candidatos contó con el respaldo de la progresía local, tan sensible a los golpes de efecto como volátil en sus apoyos, pero influyente en la opinión publicada a través de los medios hegemónicos de comunicación.
La simpatía instantánea de los sectores medios por el cambio de la Corte, la cautela K para acordar con los sectores concentrados de la economía y la irrupción de un estilo hiperkinético de gestión auspiciaron una espiral de respaldo popular. A los seis meses de haber iniciado la gestión, la imagen positiva de Kirchner había trepado de aquel modesto 22 por ciento al 70 por ciento de adhesión.
Con sus acciones en alza, Kirchner decidió poner a prueba su frágil capital político emprendiendo una batalla que sería medular en su gestión: el juicio y castigo a los genocidas. La apuesta era a todo o nada. No se trataba sólo de ejercitar la memoria transformando a la ESMA en un museo. El objetivo era derrumbar la estantería de impunidad forjada por las leyes del perdón y los indultos para poner a los represores donde debían estar. La tarea de demolición incluyó momentos emotivos, como la orden para que se descolgara un retrato del dictador Jorge Videla del Colegio Militar, los abrazos sentidos con Madres y Abuelas, o el llanto compartido en un acto junto al nieto recuperado Juan Cabandié. No fue, por cierto, una campaña sencilla. Pródigos en recursos humanos, financieros y mediáticos, los capitanes de la Argentina reaccionaria utilizaron todo su arsenal para impedir que el anhelo de justicia se materializara. A la tradicional diatriba del vocero procesista Mariano Grondona –quien desde el vamos observó en Kirchner la personificación del mal– se sumó su compañero de columna dominical Joaquín Morales Solá, el panfletista Marcos Aguinis, el ex jefe de la SIDE menemista Juan “Tata” Yofre y un puñado de periodistas serviciales devenidos en escribas de los exégetas de la represión ilegal. Las críticas a la política de derechos humanos encubrían, por cierto, cuestionamientos a otros aspectos del Gobierno, como el drástico cambio de rumbo en la relación con los dueños concentrados del capital, con la Iglesia Católica y, aunque aún de manera incipiente, con los medios de comunicación.
La política de derechos humanos fue uno de los legados del Kirchner presidente. El otro fue la economía. O mejor: la imposición de un nuevo paradigma económico que retomó lo mejor de la tradición peronista condimentado con el principio de “vivir con lo nuestro” que desarrollara el profesor Aldo Ferrer. De su partido, Kirchner recuperó el ejercicio de la sustitución de importaciones, la utilización de la tasa de cambio como estímulo para el desarrollo industrial y la intervención estatal como estabilizador de la economía. Las herramientas mutaron según las circunstancias, pero el eje de su proyecto económico se mantiene hasta hoy: la recuperación de las reservas, estimuladas por una eficaz negociación de la deuda en default, fue la base que le permitió acumular recursos suficientes para enfrentar la pertinaz extorsión de prestamistas usureros y corporaciones proclives a la fuga de capitales y la evasión fiscal.
La “caja”, según la acepción despectiva impuesta por los opositores al modelo, fue crucial para recuperar el rol del Estado como motor del desarrollo. Convencido de que la mejor asistencia social que puede ofrecer el Estado es la generación de empleo, Kirchner utilizó la acumulación de recursos para, entre otras inversiones, financiar obra pública y subsidiar servicios, al tiempo que sostenía un tipo de cambio competitivo para la industria y el sector agroexportador. El resultado de este múltiple juego de colocaciones de recursos permitió que se recobrara paulatinamente el poder adquisitivo de los salarios, hundidos por efecto de la megadevaluación del 2002. Esa recuperación, implementada a través de las paritarias sindicales, resucitó la identificación de los trabajadores con sus gremios, afianzando una alianza entre el kirchnerismo y los trabajadores que sería crucial para resistir los embates de la nostalgia neoliberal.
Con sus luces y sombras, los sindicatos se integraron al proyecto K aportando militancia en tiempos de anomia partidaria. Otro tanto aportaron las organizaciones sociales. Surgidas al calor de la crisis de 2001 y el “que se vayan todos”, esas organizaciones reflotaron el espíritu militante entre jóvenes independientes desencantados con los partidos tradicionales. La irrupción de la agenda kirchnerista, que incluyó reivindicaciones propias de esas organizaciones, sumada a la decisión oficial de no reprimir la protesta social –otra inédita política de Estado– traccionó militantes a la causa K por fuera de la estructura del PJ, una rareza que pocos líderes populares pudieron lograr. Uno de ellos fue Raúl Alfonsín, quien cosechó adhesiones diversas encantadas por su figura y la restauración democrática que le tocó encarnar. Otro fue Kirchner, inspirador de una irrupción militante que tiempo atrás hubiera sonado a quimera.
Esa recuperación de la militancia se expresó con potencia en las horas posteriores al fallecimiento del líder. Millares de jóvenes autoconvocados, muchos de ellos sin afiliación partidaria, improvisaron pancartas y desfilaron frente al féretro de Néstor Kirchner en señal de compromiso con quien ahora deberá comandar la continuidad del proyecto. Sin dejar de acariciar la madera que arropaba a su marido y socio político de toda la vida, Cristina Fernández, la Presidenta de la Nación, agradecía cada muestra de aliento con entereza y cariño. Sabe que le espera un camino de ripio. Por cierto, no tuvo que apelar a la percepción para saberlo. Aún con el cuerpo tibio de su marido sin velar, la política buitre y la prensa canalla arrojaran ráfagas de odio sobre su figura doliente. Rosendo Fraga, ex empleado del dictador Roberto Viola, desplegó el pliego de condiciones de la derecha apenas tres horas después de haberse conocido la noticia del deceso. “Tiene la oportunidad de modificar, rectificar, corregir, cambiar una serie de aspectos, estilos, orientaciones y políticas impuestas por su marido”, le escribió a Cristina, todavía con el cuerpo de su marido muerto en los brazos, desde el portal de La Nación. Con su obscena grosería, Fraga expresó mejor que nadie la desesperación del establishment por horadar cuanto antes la autoridad presidencial. Temen que, abrazada por la multitud que ahora la cobija más que nunca, la Presidenta redoble las transformaciones estructurales con que puso en jaque al oligopolio Clarín, domesticó al capital financiero rapaz y se enfrentó –y sobrevivió– a la vaca sagrada de la economía local, el campo, aficionado a traccionar al país al atraso y la exclusión.
Fraga fue el más brutal, pero no fue el único. El radical Rodolfo Terragno, ex jefe de Gabinete del gobierno de Fernando de la Rúa, entre otros fracasos, enumeró un pliego de condiciones a través del diario Clarín: “La Presidenta tendrá que hacer, ahora, cosas distintas”, advierte, antes de reclamar la conformación del Consejo Económico y Social, exigir un Plan Integral de Inseguridad, llamar a “eliminar todo egreso prescindible” (léase: ajuste) y “poner en marcha un plan de conciliación nacional”.
En el texto de Terragno, que en los últimos meses paseó de la mano de Eduardo Duhalde su plan quinquenal, la palabra “conciliación” está marcada en negrita, que es el modo con el que Clarín utiliza los textos para traficar su línea editorial. Está claro: los medios hegemónicos no darán tregua en defensa de sus intereses y los de sus aliados. Los argentinos que durante dos días peregrinaron para despedir a su líder, que confirmaron su compromiso con el proyecto de inclusión y equidad, que alentaron a Cristina y afirmaron su voluntad de redoblar la militancia, también ofrecieron un mensaje contundente: nada, ni siquiera la muerte, va a detener los nuevos vientos de la historia argentina.
Es un dato objetivo. Desde el primer peronismo, ningún otro mandatario había logrado entregar el país en mejor estado del que lo encontró. Allí están los números que lo prueban. En 2007 Kirchner transfirió el bastón de mando con el 52 por ciento de crecimiento en el PBI, la reducción de 11 puntos en la tasa de desocupación, el incremento del 230 por ciento en las reservas del Banco Central y la caída de 33 puntos porcentuales en el índice de pobreza. La sucesión ordenada y próspera constituyó un hecho inédito para la Nación. Un hito que coronó el ingreso triunfal de Néstor Kirchner a los libros de historia. Pero la grandeza de los líderes no sólo se mide con datos duros, estadísticas y asientos contables. Los estadistas se distinguen de los políticos profesionales por la ambición de sus proyectos más que por sus logros. Eso era Kirchner. Un estadista obstinado con un proyecto ambicioso: demostrar que las utopías eran posibles.
La cronología cuenta que llegó a la presidencia anémico de votos. Apenas dos de cada diez argentinos confiaron en ese flaco desaliñado que gustaba llamarse a sí mismo “pingüino”, que disfrutaba de sus bromas adolescentes, que había curtido su carácter en la desolada intemperie austral. Llegó a la gran ciudad como suelen llegar los provincianos: anónimo, desconfiado, entusiasmado. Tenía claro el destino, pero el camino se mostraba desolador. La Argentina de 2003 era un amasijo de sueños rotos, escombros de una década trágica de despojo y exclusión coronada por una masacre. Miles sobrevivían de los restos de la basura, otros militaban su rabia en piquetes. La clase media peregrinaba por los bancos tratando de salvar sus ahorros y los privilegiados de siempre estaban aterrados: creían que, de un momento a otro, esa legión de desesperados invadirían los countries para despojarlos de bienes y honores.
El legado de su aparente mentor, Eduardo Duhalde, fue una bomba de tiempo. El caudillo bonaerense había logrado contener los desbordes a pura ortodoxia: beneficios para los dueños del poder y del dinero, shock asistencialista, amplias concesiones a los barones políticos y represión policial. En ese campo minado de pactos y urgencias, Kirchner decidió abrirse paso con dinamita.
Su primera descarga fue sobre la Corte Suprema de Justicia. Si quería discontinuar las políticas de los noventa, debía despojar al tribunal de los hombres que habían sido cómplices y garantes del desguace del Estado. La asunción de los ministros Raúl Zaffaroni, Carmen Argibay, Ricardo Lorenzetti y Helena Highton de Nolasco inyectó algo de prestigio a una institución del Estado carcomida por el servilismo y la corrupción. Pero no sólo eso: la elección de los candidatos contó con el respaldo de la progresía local, tan sensible a los golpes de efecto como volátil en sus apoyos, pero influyente en la opinión publicada a través de los medios hegemónicos de comunicación.
La simpatía instantánea de los sectores medios por el cambio de la Corte, la cautela K para acordar con los sectores concentrados de la economía y la irrupción de un estilo hiperkinético de gestión auspiciaron una espiral de respaldo popular. A los seis meses de haber iniciado la gestión, la imagen positiva de Kirchner había trepado de aquel modesto 22 por ciento al 70 por ciento de adhesión.
Con sus acciones en alza, Kirchner decidió poner a prueba su frágil capital político emprendiendo una batalla que sería medular en su gestión: el juicio y castigo a los genocidas. La apuesta era a todo o nada. No se trataba sólo de ejercitar la memoria transformando a la ESMA en un museo. El objetivo era derrumbar la estantería de impunidad forjada por las leyes del perdón y los indultos para poner a los represores donde debían estar. La tarea de demolición incluyó momentos emotivos, como la orden para que se descolgara un retrato del dictador Jorge Videla del Colegio Militar, los abrazos sentidos con Madres y Abuelas, o el llanto compartido en un acto junto al nieto recuperado Juan Cabandié. No fue, por cierto, una campaña sencilla. Pródigos en recursos humanos, financieros y mediáticos, los capitanes de la Argentina reaccionaria utilizaron todo su arsenal para impedir que el anhelo de justicia se materializara. A la tradicional diatriba del vocero procesista Mariano Grondona –quien desde el vamos observó en Kirchner la personificación del mal– se sumó su compañero de columna dominical Joaquín Morales Solá, el panfletista Marcos Aguinis, el ex jefe de la SIDE menemista Juan “Tata” Yofre y un puñado de periodistas serviciales devenidos en escribas de los exégetas de la represión ilegal. Las críticas a la política de derechos humanos encubrían, por cierto, cuestionamientos a otros aspectos del Gobierno, como el drástico cambio de rumbo en la relación con los dueños concentrados del capital, con la Iglesia Católica y, aunque aún de manera incipiente, con los medios de comunicación.
La política de derechos humanos fue uno de los legados del Kirchner presidente. El otro fue la economía. O mejor: la imposición de un nuevo paradigma económico que retomó lo mejor de la tradición peronista condimentado con el principio de “vivir con lo nuestro” que desarrollara el profesor Aldo Ferrer. De su partido, Kirchner recuperó el ejercicio de la sustitución de importaciones, la utilización de la tasa de cambio como estímulo para el desarrollo industrial y la intervención estatal como estabilizador de la economía. Las herramientas mutaron según las circunstancias, pero el eje de su proyecto económico se mantiene hasta hoy: la recuperación de las reservas, estimuladas por una eficaz negociación de la deuda en default, fue la base que le permitió acumular recursos suficientes para enfrentar la pertinaz extorsión de prestamistas usureros y corporaciones proclives a la fuga de capitales y la evasión fiscal.
La “caja”, según la acepción despectiva impuesta por los opositores al modelo, fue crucial para recuperar el rol del Estado como motor del desarrollo. Convencido de que la mejor asistencia social que puede ofrecer el Estado es la generación de empleo, Kirchner utilizó la acumulación de recursos para, entre otras inversiones, financiar obra pública y subsidiar servicios, al tiempo que sostenía un tipo de cambio competitivo para la industria y el sector agroexportador. El resultado de este múltiple juego de colocaciones de recursos permitió que se recobrara paulatinamente el poder adquisitivo de los salarios, hundidos por efecto de la megadevaluación del 2002. Esa recuperación, implementada a través de las paritarias sindicales, resucitó la identificación de los trabajadores con sus gremios, afianzando una alianza entre el kirchnerismo y los trabajadores que sería crucial para resistir los embates de la nostalgia neoliberal.
Con sus luces y sombras, los sindicatos se integraron al proyecto K aportando militancia en tiempos de anomia partidaria. Otro tanto aportaron las organizaciones sociales. Surgidas al calor de la crisis de 2001 y el “que se vayan todos”, esas organizaciones reflotaron el espíritu militante entre jóvenes independientes desencantados con los partidos tradicionales. La irrupción de la agenda kirchnerista, que incluyó reivindicaciones propias de esas organizaciones, sumada a la decisión oficial de no reprimir la protesta social –otra inédita política de Estado– traccionó militantes a la causa K por fuera de la estructura del PJ, una rareza que pocos líderes populares pudieron lograr. Uno de ellos fue Raúl Alfonsín, quien cosechó adhesiones diversas encantadas por su figura y la restauración democrática que le tocó encarnar. Otro fue Kirchner, inspirador de una irrupción militante que tiempo atrás hubiera sonado a quimera.
Esa recuperación de la militancia se expresó con potencia en las horas posteriores al fallecimiento del líder. Millares de jóvenes autoconvocados, muchos de ellos sin afiliación partidaria, improvisaron pancartas y desfilaron frente al féretro de Néstor Kirchner en señal de compromiso con quien ahora deberá comandar la continuidad del proyecto. Sin dejar de acariciar la madera que arropaba a su marido y socio político de toda la vida, Cristina Fernández, la Presidenta de la Nación, agradecía cada muestra de aliento con entereza y cariño. Sabe que le espera un camino de ripio. Por cierto, no tuvo que apelar a la percepción para saberlo. Aún con el cuerpo tibio de su marido sin velar, la política buitre y la prensa canalla arrojaran ráfagas de odio sobre su figura doliente. Rosendo Fraga, ex empleado del dictador Roberto Viola, desplegó el pliego de condiciones de la derecha apenas tres horas después de haberse conocido la noticia del deceso. “Tiene la oportunidad de modificar, rectificar, corregir, cambiar una serie de aspectos, estilos, orientaciones y políticas impuestas por su marido”, le escribió a Cristina, todavía con el cuerpo de su marido muerto en los brazos, desde el portal de La Nación. Con su obscena grosería, Fraga expresó mejor que nadie la desesperación del establishment por horadar cuanto antes la autoridad presidencial. Temen que, abrazada por la multitud que ahora la cobija más que nunca, la Presidenta redoble las transformaciones estructurales con que puso en jaque al oligopolio Clarín, domesticó al capital financiero rapaz y se enfrentó –y sobrevivió– a la vaca sagrada de la economía local, el campo, aficionado a traccionar al país al atraso y la exclusión.
Fraga fue el más brutal, pero no fue el único. El radical Rodolfo Terragno, ex jefe de Gabinete del gobierno de Fernando de la Rúa, entre otros fracasos, enumeró un pliego de condiciones a través del diario Clarín: “La Presidenta tendrá que hacer, ahora, cosas distintas”, advierte, antes de reclamar la conformación del Consejo Económico y Social, exigir un Plan Integral de Inseguridad, llamar a “eliminar todo egreso prescindible” (léase: ajuste) y “poner en marcha un plan de conciliación nacional”.
En el texto de Terragno, que en los últimos meses paseó de la mano de Eduardo Duhalde su plan quinquenal, la palabra “conciliación” está marcada en negrita, que es el modo con el que Clarín utiliza los textos para traficar su línea editorial. Está claro: los medios hegemónicos no darán tregua en defensa de sus intereses y los de sus aliados. Los argentinos que durante dos días peregrinaron para despedir a su líder, que confirmaron su compromiso con el proyecto de inclusión y equidad, que alentaron a Cristina y afirmaron su voluntad de redoblar la militancia, también ofrecieron un mensaje contundente: nada, ni siquiera la muerte, va a detener los nuevos vientos de la historia argentina.