Revista Veintritrés
Cuáles son las semejanzas entre La Hiena, Monzón Galíndez y Gatica
El escritor Martín Kohan analiza el ring y el mito de su fatalidad.
Por Martín Kohan
No debieron decirle “La Hiena”. No por lo menos los que saben o suponen que existe un cierto poder en esa clase de significantes, y que un apodo, por lo tanto, nunca va a otorgar un sentido sin al mismo tiempo cobrárselo. No debieron decirle “La Hiena”, ni siquiera en esos años, los años que lo vieron surgir, que eran tiempos en que la risa parecía tener valor por sí misma, incluso cuando no tenía objeto, o sobre todo cuando no lo tenía, porque el país vivía de fiesta y en el fondo no se sabía por qué.
El boxeo desde siempre ha predispuesto un reparto de animalidades: hemos tenido monos, tigres, panteras, toritos, toros salvajes de las pampas. A Rodrigo Barrios le tocó la hiena. Así fue que paseó su risa hueca por el ring, por la televisión, por los boliches. El otro día chocó. ¿Contra qué choco? Chocó contra la cosa seria.
La historia de los malos finales. Es cierto que unos cuantos deportistas populares encuentran desenlaces trágicos, especialmente en el boxeo. La clase de muerte que esta época favorece, que es la de terminar somnoliento o muy dormido en una cama de hospital y preferentemente de noche, parece esquiva a los boxeadores. Los boxeadores entre nosotros “terminan mal” a menudo, es decir se mueren mal. Cortázar se detuvo con inteligencia en el caso de Justo Suárez, y escribió “Torito” con la voz nocturna del que agoniza recostado entre enfermeras y diagnósticos.
Los otros no: los otros se matan, o los matan; no se mueren. Los disparos que alguna vez acabaron con la vida de Ringo Bonavena son tal vez nuestro ejemplo más alarmante, pero se trata en definitiva de un caso mayor entre varios otros, y por lo tanto de un tópico.
Ese tópico ha sido extrañamente invocado en el curso de estos días, a propósito del accidente que vivió “La Hiena” Barrios. Se habló de finales trágicos, de esos ídolos que casi siempre terminan mal. Pasando raramente por alto que el accidente de aquel día impuso un final trágico para la pobre Yamila González, para sus veinte años y para su embarazo de seis meses. Ella terminó mal, y no “La Hiena” Barrios.
No menos tramposa resulta, a decir verdad, la genealogía que con demasiada premura se trazó: alguna vez fue Gatica, otra vez fue Víctor Galíndez, otra vez fue Carlos Monzón, y ahora es Rodrigo Barrios. La detención en la cárcel de Batán alienta la asociación con el final que tuvo Monzón; pero otra vez, el razonamiento es en verdad equívoco: no fue Monzón el que encontró su final aquella madrugada marplatense que un hombre llamado Báez sin querer alcanzó a ver; no fue él, sino Alicia Muñiz, la que esa vez terminó y terminó mal.
Monzón no se mató ese verano, sino algunos años después, apurándose para volver a la prisión, pero no en Batán, sino en Santa Fe. Se mató en un accidente automovilístico. Lo mismo, o parecido, le pasó a Víctor Galíndez, que habiendo dejado el boxeo probó con el automovilismo y murió en un accidente en la pista, cuando iba a pie por una banquina. Igual final tuvo Gatica, lo pisó un coche, y las imágenes que concibió Leonardo Favio al respecto cobran el espesor que es propio de las cosas reales: Gatica se arrastra para llegar hasta el cordón de la vereda, para apoyar ahí la cabeza y dejar que la muerte venga.
¿Termina también así, así de mal, “La Hiena” Barrios? Un detalle sensible se pierde de vista al asociar de esta forma: que Gatica fue atropellado, que Galíndez fue atropellado, y que Barrios atropelló. Esa imagen declinante del ex campeón en la ruina al que un coche perdido aplasta, y que por caso llamamos Gatica, es exactamente la contraria a la del ex campeón que viene pisteando en su camioneta BMW, y se lleva puestos, acaso puesto, a unos cuantos.
El cuerpo del delito. Barrios no va a pasar el resto de su vida en la cárcel, como unos cuantos exigen. ¿Por qué razón, porque entre nosotros la justicia no existe? Entre nosotros la justicia sí existe, pero dice una cosa distinta. Prevé penas de entre dos y cinco años, y una eventual excarcelación no luce demasiado imposible. “Yo no atropellé a nadie”, declaró el ex boxeador, como si sólo pudiese reconocer, por haber sido boxeador precisamente, los efectos de la agresión más directa. “Choqué un 147”, amplió, como si la costumbre de las reglas de la violencia mano a mano y entre dos lo eximiera de contemplar el perjuicio de terceros. ¿Será por eso, o por el susto, que no paró a considerar su desparramo, y en cambio dobló presuroso la esquina y un poco a los tumbos se alejó? Presumen que no fue por eso, y que no por nada apareció y se entregó algunas horas más tarde. Suponen que lo que en realidad quería era debilitar, atenuar sensiblemente y de ser posible eliminar por completo, los rastros de alguna sustancia que extraídos de su cuerpo pudiesen agravar su situación en el proceso. Porque hay algo que los peritos judiciales saben, y saben también los boxeadores: que en cierta clase de circunstancias, a las que legítimamente llamamos límites, no existe mayor verdad que la que puede expresar un cuerpo.
En la novela Segundos afuera retrató la pelea
entre los boxeadores Firpo y Dempsey.
No debieron decirle “La Hiena”. No por lo menos los que saben o suponen que existe un cierto poder en esa clase de significantes, y que un apodo, por lo tanto, nunca va a otorgar un sentido sin al mismo tiempo cobrárselo. No debieron decirle “La Hiena”, ni siquiera en esos años, los años que lo vieron surgir, que eran tiempos en que la risa parecía tener valor por sí misma, incluso cuando no tenía objeto, o sobre todo cuando no lo tenía, porque el país vivía de fiesta y en el fondo no se sabía por qué.
El boxeo desde siempre ha predispuesto un reparto de animalidades: hemos tenido monos, tigres, panteras, toritos, toros salvajes de las pampas. A Rodrigo Barrios le tocó la hiena. Así fue que paseó su risa hueca por el ring, por la televisión, por los boliches. El otro día chocó. ¿Contra qué choco? Chocó contra la cosa seria.
La historia de los malos finales. Es cierto que unos cuantos deportistas populares encuentran desenlaces trágicos, especialmente en el boxeo. La clase de muerte que esta época favorece, que es la de terminar somnoliento o muy dormido en una cama de hospital y preferentemente de noche, parece esquiva a los boxeadores. Los boxeadores entre nosotros “terminan mal” a menudo, es decir se mueren mal. Cortázar se detuvo con inteligencia en el caso de Justo Suárez, y escribió “Torito” con la voz nocturna del que agoniza recostado entre enfermeras y diagnósticos.
Los otros no: los otros se matan, o los matan; no se mueren. Los disparos que alguna vez acabaron con la vida de Ringo Bonavena son tal vez nuestro ejemplo más alarmante, pero se trata en definitiva de un caso mayor entre varios otros, y por lo tanto de un tópico.
Ese tópico ha sido extrañamente invocado en el curso de estos días, a propósito del accidente que vivió “La Hiena” Barrios. Se habló de finales trágicos, de esos ídolos que casi siempre terminan mal. Pasando raramente por alto que el accidente de aquel día impuso un final trágico para la pobre Yamila González, para sus veinte años y para su embarazo de seis meses. Ella terminó mal, y no “La Hiena” Barrios.
No menos tramposa resulta, a decir verdad, la genealogía que con demasiada premura se trazó: alguna vez fue Gatica, otra vez fue Víctor Galíndez, otra vez fue Carlos Monzón, y ahora es Rodrigo Barrios. La detención en la cárcel de Batán alienta la asociación con el final que tuvo Monzón; pero otra vez, el razonamiento es en verdad equívoco: no fue Monzón el que encontró su final aquella madrugada marplatense que un hombre llamado Báez sin querer alcanzó a ver; no fue él, sino Alicia Muñiz, la que esa vez terminó y terminó mal.
Monzón no se mató ese verano, sino algunos años después, apurándose para volver a la prisión, pero no en Batán, sino en Santa Fe. Se mató en un accidente automovilístico. Lo mismo, o parecido, le pasó a Víctor Galíndez, que habiendo dejado el boxeo probó con el automovilismo y murió en un accidente en la pista, cuando iba a pie por una banquina. Igual final tuvo Gatica, lo pisó un coche, y las imágenes que concibió Leonardo Favio al respecto cobran el espesor que es propio de las cosas reales: Gatica se arrastra para llegar hasta el cordón de la vereda, para apoyar ahí la cabeza y dejar que la muerte venga.
¿Termina también así, así de mal, “La Hiena” Barrios? Un detalle sensible se pierde de vista al asociar de esta forma: que Gatica fue atropellado, que Galíndez fue atropellado, y que Barrios atropelló. Esa imagen declinante del ex campeón en la ruina al que un coche perdido aplasta, y que por caso llamamos Gatica, es exactamente la contraria a la del ex campeón que viene pisteando en su camioneta BMW, y se lleva puestos, acaso puesto, a unos cuantos.
El cuerpo del delito. Barrios no va a pasar el resto de su vida en la cárcel, como unos cuantos exigen. ¿Por qué razón, porque entre nosotros la justicia no existe? Entre nosotros la justicia sí existe, pero dice una cosa distinta. Prevé penas de entre dos y cinco años, y una eventual excarcelación no luce demasiado imposible. “Yo no atropellé a nadie”, declaró el ex boxeador, como si sólo pudiese reconocer, por haber sido boxeador precisamente, los efectos de la agresión más directa. “Choqué un 147”, amplió, como si la costumbre de las reglas de la violencia mano a mano y entre dos lo eximiera de contemplar el perjuicio de terceros. ¿Será por eso, o por el susto, que no paró a considerar su desparramo, y en cambio dobló presuroso la esquina y un poco a los tumbos se alejó? Presumen que no fue por eso, y que no por nada apareció y se entregó algunas horas más tarde. Suponen que lo que en realidad quería era debilitar, atenuar sensiblemente y de ser posible eliminar por completo, los rastros de alguna sustancia que extraídos de su cuerpo pudiesen agravar su situación en el proceso. Porque hay algo que los peritos judiciales saben, y saben también los boxeadores: que en cierta clase de circunstancias, a las que legítimamente llamamos límites, no existe mayor verdad que la que puede expresar un cuerpo.
En la novela Segundos afuera retrató la pelea
entre los boxeadores Firpo y Dempsey.