Paula; de acá a la China


Paula Agustina Torres está postrada en una cama. Apenas se mueve, su mirada –profunda y descarnadamente viva- se posa en algún lugar que no existe. Tiene 15 años, el cuerpo de una niña y el agobio de un anciano. La joven padece lipofuscinosis neuronal ceroidea. Su mal no sólo es de nombre difícil: el desorden genético que provoca en quien lo padece avanza inexorablemente hasta terminar en la muerte.
La joven vive en un hogar de clase media de José C. Paz con su familia (mamá docente, papá colectivero y una hermana de 19 años). Todos sufren la enfermedad de Paula. Ella en el cuerpo. La familia, en el alma. Para todos, la muerte es un comensal más que se sienta en su mesa, aunque ellos se obstinan empecinadamente en no convidarles su comida.
Paula comenzó perdiendo la sonrisa y continuó perdiendo la visión, el movimiento, el habla. Los médicos que diagnosticaron su mal dijeron que la ciencia nada podía hacer. Según los médicos, la suerte de Paula estaba echada.
La familia jamás aceptó esa respuesta como definitiva. Sostuvieron, y sostienen, a la joven con una entereza envidiable y un ánimo blindado al desánimo y la resignación. Incluso Paula, desde su aparente ausencia, se recupera de cada recaída y se aferra a la vida con tozudez y rebeldía. Paula no quiere morir.
Un tratamiento con células madres en el hospital Wu Stem Cells Medical Center de China ya revirtió la agonía de otros pacientes con el mismo mal. La familia Torres sentiría que toca el cielo con las manos si lograran eso en la pequeña. Pero hizo un cálculo simple: juntando los dos sueldos (el de docente y el de colectivero), les llevaría más tiempo reunir el dinero necesario (40 mil dólares) que el que tiene Paula para soportar su mal.
Entonces escribieron un mail. Un simple mail. Su carta llegó a 24CON y a otras redacciones. Pedían, solamente, que los escuchen. La familia entendió que si no salían de los límites de su ciudad, de su barrio, de su hospital, estaban perdidos. Un periodista del diario digital del Conurbano fue hasta José C. Paz, corroboró la autenticidad de ese mail y escribió la historia.
La nota de Paula tuvo el mismo impacto que el que produce una piedra cuando cae al agua. Produjo un golpe, una expansión que agitó la superficie. Sacudió la calma del río. Alteró su esencia.
La familia Torres comenzó, entonces, a recibir llamados.  La historia comenzó a crecer.
Saltó del diario del Conurbano a una comunidad sin fronteras: un usuario de Taringa! se apropió generosamente de la historia y la subió a la red de entretenimientos que más ha crecido después de Facebook. Un profesor de La Plata leyó la nota y armó un video que subió a You Tube para que la historia tuviera, también, su conmovedor relato multimedia.
Desde España llegaron mensajes alentando a la familia. Un vecino de Río Gallegos juró que descargaría un cupón y sumaría su donación. No se pide mucho: un dólar. Un peso. Un euro. Un cordobés se solidarizó con la familia y contó que en su casa, convivían con la misma enfermedad.
Voces. Abrazos virtuales que contuvieron a la familia, con una calidez que se percibió aún en los fríos espacios de una computadora. Otros, desconfiados, pidieron que sacudan el escepticismo de los que temes ser estafados. Porque Internet, hay que saberlo, es así: tiende manos y corta lazos. Revela y miente. Hay de todo.
Es el mundo entero que comenzó a girar en otra dimensión, cuyos habitantes –aún temerosos y desconfiados- están aprendiendo a convivir en una nueva comunidad. La historia de la familia Torres, de Paula, perforó la desconfianza y armó, en una positiva suma de casualidades, una cadena de favores tan infinita como la misma red.
Se abren cuentas bancarias para depositar la ayuda. Se escriben inagotables mensajes de esperanza y amor, de conocidos y desconocidos. Se comparten pesares similares, de otras partes del mundo. Incluso la agitación virtual provocó reacciones reales: dos intendentes se acercaron a la familia, prometieron ayudar, incluyeron el tema en su agenda.
Paula aún está en su cama, postrada. La familia sigue contando los días en cuenta regresiva. Pero ya China no está a 18.000 kilómetros de distancia de José C. Paz.
Está, increíblemente, mucho más cerca. Acá nomás, a la vuelta de la esquina.
Ese es el poder de Internet
Direccion 24CON