Los vómitos de la justicia

“A los tibios los vomita Dios”, anticipa el Apocalipsis, ilustrando un tanto groseramente la antipatía que el Supremo tiene hacia aquellos que no se la juegan, a los que permanecen en el híbrido de ser y no ser, de querer y no querer. Los de la duda eterna.

 

Esa indigestión celestial está unida a la cobardía, la ambigüedad, las contradicciones. Que son humanas, es cierto (y por lo tanto, tolerables). Pero que no deberían serlo cuando existe el mandato social de determinar qué está bien y qué está mal. 

 

Porque si hay algo que se espera y se espera es la Justicia. Lo hacen las víctimas para resarcir su dolor y también el victimario para poder expiar las penas y las culpas. La Justicia baja el martillo y acaba con la duda. No es poco. Por definición, entonces, no cavila. Nadie es “inocente a medias” ni “un poquito culpable”. No hay medidas para determinar una dosis justa de cada uno. No existen los híbridos.

 

Por eso es difícil digerir que el sacerdote Julio César Grassi sea condenado a quince años de prisión pero se despida de los Tribunales de Morón andando y por la puerta grande, como si hubiera sido absuelto de culpa y cargo.

 

Es difícil digerir que el cura, que quedó libre, diga que es una víctima. Y que los chicos, que hace siete años vienen soportando  acosos de todo tipo, se hayan retirado una vez más con la cabeza gacha, presos más que nada de su destino errático e indefenso.

 

Grassi quedó libre, aunque atrapado en su propia telaraña. La Fundación que alguna vez fue su pivote y su fortaleza, hoy es una trampa, un campo minado: sabe que un paso en falso puede hacerlo volar por el aire y acabar con él en un calabozo.

 

Los donantes que en los años menemistas sostuvieron su obra, hoy juntan fondos para su defensa. Los curas que alguna vez lo ungieron, hoy luchan para despegar de la imagen repetida hasta el hastío de los curas pederastas.

 

La sentencia que se esperaba debía ser ejemplar. No porque Grassi mereciera más castigo que otros condenados por abuso. No por ser cura, ni por ser mediático, ni por ser famoso. Sino porque la impúdica exhibición que se hizo de las pruebas, las intimidaciones públicas y privadas a los chicos y a los testigos, el circo mediático y la abominable diferencia que hubo desde el inicio entre el cura protegido y los acusadores, fue demasiado ostensible como para que la sentencia fuera ambigua.

 

La condena no debería ser  tibia. Tenía que hervir en la cabeza de los denunciantes, arder en las páginas de los diarios, rechinar en los dientes del cura que alguna vez dijo que toda esta causa, que llevó más de 200 tediosas audiencias, fue nada más que por un complot.

 

Si es culpable, que se esposen sus manos y se cierre la boca para evitar cualquier intento de abusar de un niño.  Si es inocente, que se explique por qué tanta demora, tanta dilación, tanta injusta parsimonia en gritar la libertad.

 

Pero no una condena sin castigo.

 

Porque así su bufón puede gritar que se trató de una victoria porque no vio esposado y perdido a su amigo y adláter. Así el cura puede dormir en su cama y entrar a la Fundación, y sentarse con sus periodistas amigos para insistir en su inocencia y recrear otra vez la rueda interminable de los discursos manipuladores.

 

Algo cambió para el cura. Para los chicos, no. Siguen con sus miedos, siguen con la incertidumbre, siguen esperando. Para ellos la sentencia no fue un alivio. Fue una condena tibia.

 

Si los jueces encontraron elementos suficientes para decir que Grassi fue culpable; pues que avancen un paso más y lleguen hasta el hueso. Que se la jueguen de una vez. Por un lado o por el otro. Que se sometan a sus propios termómetros. Que tengan detractores y defensores bien diferenciados.

 

Porque es mentira que hoy hayan quedado bien con Dios y  con el Diablo.

 

Lograron sólo un híbrido que, es cierto, revuelve el estómago y da ganas de vomitar.

Direccion 24CON