24CON en el penal de mujeres

"Después de la cárcel, lo peor es la muerte"

Cada una de las presas de la Unidad 31 de Ezeiza debe asumir su pasado. Hoy cumplen su castigo y anhelan su libertad. "A veces la misma vida no te da alternativas y la misma sociedad te empuja a que no puedas hacer otra cosa", se defienden.

La Unidad 31 de Ezeiza fue creada hace menos de dos décadas como una cárcel modelo y es una de las más tranquilas de la zona. Generalmente suelen encontrarse internas que ya estuvieron en la Unidad 3, donde el panorama es más temeroso y donde las riñas entre mujeres, según dijeron a 24CON, son casi constantes.

De todas formas, vivir en la 31 no es para nada fácil. Si bien se producen algunos motines menores, los casos de violencia son aislados o intencionales. Según ellas, algunos problemas “los generan la misma gente” de allí -la policía-, pero el principal propulsor de peleas es el uso del teléfono. “Si uno da respeto también lo recibe”, aseguran,  y por eso las discusiones no pasan a mayores y logran convivir con diferencias, pero más o menos en paz.

Ellas se escuchan unas a otras y aprenden a "aguantar" juntas. Porque cada una de ellas tiene un pasado, del que se hacen cargo. Silvina está presa desde hace casi 9 años. Aunque prefirió no contar de qué está acusada, reconoce que a su condena nunca la tomó como un castigo. “Si bien no puedo salir a la calle y tomarme un colectivo e irme, tengo la posibilidad de hacer cosas que la gente de afuera no puede hacer. Perdí mucho tiempo de mi vida, pero los recuperé en otras cosas que afuera no hacía, como tomar una clase de guitarra, leer libros o relacionarme con la gente. Siempre era una vorágine que te va sumergiendo que en definitiva lo hacés por obligación, y después te das cuenta que no disfrutas de nada. Acá en la cárcel, aunque parezca una contradicción, yo disfruto mi trabajo, de tomar mate con mis compañeras o de mirar una película hasta las cuatro de la mañana”.

Ruth es peruana y está encarcelada desde hace 10 meses. La detuvieron con 15 kilos de cocaína que hubieran viajado de Argentina a Sudáfrica. En Perú tiene dos hijos, uno de 18 y otra de 5. Dice que de todo lo malo que le puede pasar en la cárcel hay una parte buena. “Yo en la calle nunca supe lo que era trabajar y ganarme un sueldo. Y ahora sí, y pude saber que soy una persona útil. De lo poco que yo gano, tengo la satisfacción de poder mandar a mis hijos a la universidad o a la más chica al jardín”.

 

 

Lo peor de estar presa, coinciden entre todas, es la degradación de la sociedad. Para Ruth, el prejuicio de sus familiares es una de las consecuencias que más le duele. “Se toman la libertad de decir que soy una narcotraficante, una mujer de mal vivir, entonces siempre me hacen sentir mal a mí y a mis hijos. Para evitar eso yo digo que no tengo familia. No voy a decir que soy inocente porque no lo soy, a conciencia he hecho las cosas y ahora tengo que pagar. Si yo hubiese caído en Sudáfrica con la droga, seguramente estaría con 30 años (de cárcel) sobre mi cabeza, o hubiese seguido por algo más y tal vez me hubiesen matado. Pero bendito sea que caí en este país que me voy con 2 años y medio”, agradece.

Otra de la chicas (de identidad reservada por orden del juez), está presa por secuestro. Es joven, lleva 5 años adentro, reconoce estar cansada y extraña a su hijo. “Firmé un abreviado haciéndome cargo de muchas cosas que no hice, para que me den una fecha de salida. Por eso me queda un año y medio más”, dice, mientras de sus ojos se logran escapar algunas lágrimas que limpia con sus manos. “Esto es como que Dios te dice: Hasta acá llegaste. Porque pasaste esto y calculo que viene algo peor, como la muerte”, sentencia.

A todas les gusta hablar, se interrumpen unas a otras y asienten los pensamientos de sus compañeras. Dicen que allí se potencian los sentimientos y sale la verdad a la luz, “esa verdad que ni siquiera se la decís a tu mamá”. Pero no con todo el mundo pueden hablar, son personas que tienen que querer “de corazón”.

Presas de un sistema libre

Raúl Malosetti, profesor del taller de guitarra, está al tanto de la situación. Dice que antes de comenzar con las clases no sabía con qué se iba a encontrar, pero se llevó una gran sorpresa. Sin embargo, el prejuicio pareciera no sólo aparecer en la cárcel, sino también afuera. 

“A veces en la sociedad hay una visión de ‘cosa que no se puede recuperar’. Pero no sé hasta donde sirve como parámetro, al tener contacto con chicas que salieron de este taller y están en libertad, está bueno ver que la gente puede estar bien, que formaron una familia y todo. Y no necesariamente están vinculadas con su pasado, sino que pudieron reconstruir su vida”, reconoce. 

La reinserción a la sociedad es un tema, para ellas, sumamente complejo. Si bien hay algunos casos de chicas que han logrado conseguir trabajo una vez libres, Raúl recuerda una de sus ex alumnas que vive en Zárate, pescando sábalos y “rebuscando el mango para poder mofar”. 

Ellas lo tienen claro, y saben lo que les puede esperar afuera, o como dicen, en "la calle". Ruth toma la posta y lanza sin temor que nadie es quién para juzgar al otro. Porque “cada uno sabe por qué circunstancias de la vida lo llevaron a hacer eso (delinquir). A veces la misma vida no te da alternativas y la misma sociedad te empuja a que no puedas hacer otra cosa. Y acá hay muchas mujeres valiosas que tenemos qué dar al mundo. Tal vez que acá haya gente con más capacidad que muchos que están en la calle. Pero no se ponen a pensar en tu vida, te marginan por el simple hecho de haber estado en prisión. Y encima habiendo delincuentes en el mismo Gobierno… de traje y corbata”.