¿Quién es el enigmático Hermano Pascual?
Es el sanador de Florencio Varela. Algunos dicen que curó a Pinky de su cáncer pero ella lo negó. No cobra ni quiere fama, pero tiene sus "fans" en Facebook.
El sanador tiene su fama. Algunos dicen que “curó a Pinky (Lidia Satragno, conductora televisiva y diputada nacional) del cáncer que sufría” y que por eso le “donó el lugar en donde atiende”. Mitos que circulan. También comentan que “el intendente Julio Pereyra suele visitar al hermano” en repetidas ocasiones. Sin embargo, los testimonios no pudieron ser confirmados. La razón: “a Pascual no le gusta aparecer en los medios, de hecho se lo nombró una vez sola en televisión pero fue muy por arriba. La alusión la hizo Víctor Sueiro”, contó un cercano.
Llegar a El Campito, el predio donde se encontraba la “única salvación para Sofi”, no es ni fácil, ni popular. Hace ya unos 11 años que el “ultrasecreto” camino viene modificándose en el boca en boca. Porque no hay nada escrito de cómo arribar a la tierra “santa” de Pascual. Las versiones pegaron saltos indescifrados y llegaron de repente a nosotros con un: “Doblá a la derecha en el salón de fiestas”, dijeron unos. Otros, juraron que la curva “es en el cartel gigante del vivero”. Conjeturas que repentinamente comenzaron a formar el mito de quién es el Hermano salvador, un hombre que recién conoceremos unas 8 horas más tarde.
Esa mañana, el intenso sol le sucedió a una cruda noche de 2,4 grados (según denunciaba el Servicio Meteorológico Nacional a las 6:18). Pero recién asomaría a las 7:26. Mientras tanto, media hora antes, un campesino finalmente sentenció: “Tienen que doblar en la escuela de colores”. Tiempo después lo definimos: tenía razón.
El circuito de las YPF, un camino de Dios
Antes, mucho antes de encontrar la extraña escuelita de colores, nuestra suerte había quedado en manos de tres playeros. Un irónico futuro resultó de una comparación: “Nos guiamos por las petroleras”. En la primera estación, ya dentro del partido de Florencio Varela sobre la Avenida San Martín, hubo coincidencia. El chico de la YPF apuntó a un hombre emponchado hasta las narices: “Aquel también va para el lugar, pueden seguirlo porque ya le indiqué. Tienen que ir hasta la próxima estación”. Así confirmamos que muchas personas estaban en la misma situación que nosotros: perdidos. La última YPF tuvo la posta: “péguenle todo derecho –remató el playero- que este camino los lleva”.
Una escuelita de colores, casi 3 grados y la esperanza intacta
Volantazo. El giro arrastró dos cosas: una rama clavada en el chasis y un “cagaso” de novela. Ahora sí, la entrada a El Campito nos frenó de golpe. Entre la noche, dos rejas corredizas limitaban el ingreso. Un embudo que no permite una invasión de fieles a mansalva.
Envuelta en incontables bufandas y un camperón azul de alta montaña, María Esther contabiliza, interroga y analiza a cada uno de los visitantes. Es una suerte de portera. “¿Esta la primera vez que vienen?”, preguntó al instante, como si tuviese quemado a fuego todas y cada una de las visitas que se acercan a ver al Hermano. Para ese entonces el todavía para nosotros desconocido Javier, ya había estacionado su Renault 18 bordó modelo ‘95 unos 34 minutos antes de nuestro ingreso.
La llegada, el numerito y la espera
“Estacionen pasando los árboles y luego les explico cómo tienen que hacer”, avisó la mujer. Dejamos el móvil, contemplamos la noche y con más expectativa que abrigo, avanzamos al quincho que se ubica al lado de la entrada. Allí reparten a cada persona, niños inclusive, un número escrito a mano en una tablita de madera. Para esa hora, ya habían destinado 475, y más o menos ese era el promedio de gente que se resguardaba del frío bajo el tinglado. “Venimos porque Pascual nos curó de la mala leche”, sentenciaron los primeros testigos. Unos pálidos personajes que aseguraron haber estado en la calle antes de ver al hermano por primera vez. Hoy tienen un “trabajo digno”.
Con el mate como estandarte, la multitud se desparramaba en sillas de plástico, y una poca esperaba paciente en una mini fila que ocupaba el pasillo principal del lugar. Done la espera es muy desesperada.
A partir de ahí, las horas comenzaron a transcurrir lentas. Congeladas. Habría mucho tiempo que esperar para ser atendidos por la, hasta ese entonces, incógnita figura de Pascual, o mejor dicho: El Hermano. “Quédense tranquilos. Lo que él te dice… así es”, vaticinó una mujer de lentes con un anhelo atroz. “Ni bien entrás al cuarto ya sabe por qué venís. Tal vez no te pregunta nada, con sólo tocarte te dice todo”, asegurará otro hombre segundos más tarde. “A mí me curó de lumbalgia”, confesó. Porque, según susurran, “tiene poderes curativos”.
La intriga crecía aún más. Mientras el sol iba apaciguando el frío y el número de la fila todavía no llegaba al 200, decidimos hacer como los demás: descansar en los concurridos bancos de los colectivos que estaban amurados debajo de los árboles. Sin embargo, según varios testimonios, ese día la convocatoria era escasa, lejos estaba de las aproximadamente 3000 personas que habían llegado en Semana Santa o ni siquiera de las 1000 que, como dicen, asisten a diario.
El sistema de trabajo en El Campito es organizado y se rige por auto convocatoria de creyentes. El Hermano Pascual atiende de miércoles a viernes y no cualquier semana, ya que avisa previamente los días martes por la tarde a través de una misa. Todo un ritual.
Existen combis que viajan de madrugada desde el centro de Florencio Varela, a un costo de $20 o $30; micros de larga distancia que agrupa contingentes y, lógicamente, gran cantidad de automóviles particulares, entre ellos, el de Javier, que como tantos otros también esperaba su momento. Todo, con entrada libre y gratuita. Ya que Pascual no cobra por su labor, en todo caso, es a voluntad. Así como también es a voluntad dejar un papelito con el nombre de la persona por la cuál se puede consultar. “En el tachito amarillo se deja eso”, remarcaron dos nenas muy educadas.
Tal como aseguró la encargada del buffet, a El Campito concurre gente de todas partes del país como: Córdoba, Entre Ríos, Chaco, etc., y hasta, increíblemente, de Paraguay. “Se quedan acá un día y luego vuelven”, informó. En verano, miles de fieles pasan la noche en el predio aguardando a ser los primeros de la mañana siguiente. El lugar, de alrededor de 3 hectáreas de extensión, cuenta con carpas propias y varias zonas de acampe, asientos, baños, y una parrilla, de la cual tomaríamos noción recién al mediodía.
Los datos nos acercaban cada vez más al populoso y secreto Hermano. “No es sacerdote, está casado y con hijos”, advirtieron. Al parecer, estudió el ministerio del acólito (una suerte de dependencia directa de la Iglesia Católica que no produce una postura clerical en la persona). Puede ayudar pero no predicar, por lo que sería un diácono, es decir, una persona que ha recibido el primer grado del sacramento del Orden Sacerdotal, y que su fin es ayudar al Obispado. Es por eso que no cumple con las mismas funciones de un cura, aunque puede distribuir la comunión cuando faltan ministros y exponer el Santísimo Sacramento pero no dar la bendición eucarística (fuente: wikipedia.com). Como sea, Pascual, en este caso, parecería tener un don nato… el de sanador.
Ese era el motivo fundamental de Javier, quien aún esperaba junto a su familia, y el de todo el resto de la masa creyente: Consultarle al Hermano sobre algún recóndito asunto personal… el que Pascual, con sólo mirarlos, ya lo sabría de antemano.
Dimos fe de ese curioso milagro cuando una mujer frente a nosotros lanzó con voz de perro: “¡Ustedes son periodistas. Y acá no se permite el periodismo!”. Esto último más enfatizado.
Increíble. Mucho antes de ser atendidos, nuestros motivos (lejos de la fe), habían sido casi descubiertos. Para colmo, la denunciante era ni más ni menos que La Señora, o por lo menos así se identificó… es decir, la esposa del sanador. El momento de tensión pasó, aunque luego de ese episodio y hasta que nos vallásemos, varias miradas no nos perderían pisada.
Faltaba poco. El último de la fila tenía en sus manos el número 400 y pico y eran casi las 12 del mediodía. Hacía más de 5 horas que esperábamos. Las canciones cristianas continuaban con su modo "funcional" y el estacionamiento estaba vacío, al igual que el almacén. Javier ya había pasado y se iba con una sonrisa dibujada en su cara, similar a aquella que le regaló su sobrina por celular. Su milagro estaba nuevamente cumplido.
La adrenalina se apoderaba de nuestras venas. Estábamos cerca, a dos o tres personas del turno, de la revelación. La misma Señora que nos había pegado el reto, ahora recogía los cartones de nuestras manos a cambio de uno con la leyenda “portón”. En esta ocasión era amable y nos invitaba a pasar a un cuarto más chico en el fondo del quincho.
Acompañado de amables gestos y sobrada atención, el Hermano se convertía en un par. Un mortal que, atiborrado de imágenes eclesiásticas, sobrevolaba sus manos en los desdichados profiriendo buena aventuranza y diagnosticando males y soluciones. No sería así con los que suscriben. “Ustedes están sanos –dijo Pascual-, entonces, ¿por qué vienen?”
Nuestra consulta fue un pasaje directo a la tarjetita “portón”. Escepticismo, dudas y fe, un combo que no se mezcla bien.