"Hoy mis hijos y mi carrera son todo para mí"
Juana Viale, en el ojo de la tormenta mediática, cuenta su presente y futuro, entre otros temas, la relación con Gonzalo Valenzuela.
Che, ¿qué te pasó en la vista?!”, nos inquiere doce segundos luego de conocernos, sorprendida por el prisma transparente, prácticamente indetectable, que cubre el lente izquierdo de las gafas de aumento del periodista. Un detalle que –damos fe– escapa a la atención de nueve de cada diez personas. “¿En serio te lastimaste jugando al fútbol? Ahhh –lamenta–. Yo abandoné. Con las pibas que nos prendíamos a picaditos dejamos de juntarnos...”, cuenta tras dejar la escalera mecánica que conduce al tercer piso de Paseo Alcorta. “Andaba por el carril derecho, como Rodrigo Palacio, y la daba servida para que la centrodelantera convirtiera”, exagera mientras busca dónde sentarnos para iniciar la entrevista. Hasta que una mesita medio oculta detrás del bar Blitz, bastante silenciosa respecto al resto del shopping el sábado a las dos de la tarde, consigue seducirla. “¿Te convence?”. Aceptamos.
Luce un short rojo, cinturón, ojotas, musculosa blanca bastante suelta (“No suelo usar corpiño”, informa), un anillo plateado sin inscripción, un aro gigante en forma de flor acompañado por una piedra, nada de reloj (“Me lo robaron en la calle en el ’97 y no volví a calzarme uno”), el pelo atado y sus veinte uñas pintadas de colorado intenso. “Vengo de un casamiento. Me acosté a las 10 AM, hace cinco horas. Terminamos y me vuelvo a la cama –advierte–. Anoche me pisaron y partieron la uña del dedo gordo. Mirala, debería sacármela”, amaga, le rogamos que no; bromeaba. “¿Por dónde arrancamos?”, encara.
“Este, su primer reportaje en GENTE, podríamos iniciarlo por la fecha en que nació”, proponemos. “Okey”, saca la cédula de identidad. “Me presento... Juana Viale (sin el del Carril con el que escriben mi apellido). 15 de abril de 1982. DNI 29 millones y pico; mejor no delatar los ocho digitos. Clínica del Sol, Capital Federal. La hora: poné ‘antes del mediodía’, así nadie intenta leer mi futuro astral. ¿Listo?”, lanza sabiendo la respuesta.
–Faltaría alguna autodefinición.
–Poné “un alma inquieta”.
–Inquieta y dura de entrevistar.
–(Sonríe). ¿Qué necesitás saber?
–Bueno, lo ideal sería preguntarle casi al despedirnos, para que no salga corriendo aterrorizada, lo que a continuación queremos consultarle. Pero...
–Te debés al lector.
–Gracias por entender. ¿En serio se separó, en serio está saliendo con el tenista Gastón Gaudio y compartieron las Pascuas en Miami, en serio padece anorexia?
–(Juega a pararse). Mejor te contesto por partes y me voy. No, no y no. ¿Listo? Adiós.
–Espere. Precisamos aclaraciones, explicaciones, sustancia. ¿Dividimos en tres el interrogante?
–Mirá, Gonza (Valenzuela, 31, actor) y yo aprendimos a convivir con los rumores, y que la mejor manera de combatirlos es no alimentarlos. El está trabajando en Chile, yo pasé Pascuas trabajando acá. Nos hablamos y nos mandamos mensajitos a cada momento. Es un tipo increíble. Pronto vendrá. Y chau, se trata de algo privado.
–¿Privado? El tema explotó como una bomba atómica mediática, cuyos perdigones la acusan a usted de dejar a Manguera, a él de Don Juan, a los dos de infieles...
–Lo único real que existe es una foto mía conversando con Gastón (Gaudio), un amigo de la familia; y que bajé de peso debido a mi exigente ritmo actual (filma el thriller dramático Las viudas de los jueves, a las órdenes de Marcelo Piñeyro, basado en la novela de Claudia Piñeiro, y a la par de Ernesto Alterio, Gloria Carrá, Pablo Echarri, Leonardo Sbaraglia y Gabriela Toscano). No hago dietas ni me cuido con las comidas: me cuido de las personas, que son más peligrosas. Menos al coliflor, le entro a todo. Ejemplo: le doy sin culpa al chocolate, salvo que sea amargo, y soy adicta a los palitos de la selva. Y cerremos la cuestión. Si no, me estaría pisando en lo que, entiendo, nutre tanto chisme suelto. Avancemos.
–¿Entonces no se va a ir del reportaje?
–Era un chiste.
–Llama la atención semejante conducta, Juana. ¿El medio logró domarla?
–Dejé de nadar contra la corriente, que no es lo mismo que dejarme llevar. Sucede que trabajé de promotora, estudié publicidad, historia del arte, dibujo, teatro, inglés y cocina; residí en Nueva York, Los Angeles y San Francisco; incluso, encabecé campañas de ropa. Sin embargo, me convencí de que mi vocación va por el sendero de la actuación. Ojo, nadie me domó, eh. Noches atrás salí a comer. “¿Vos sos quien creo, la nieta de Mirtha?”, me tocaron la espalda. “Sí, y también me llamo Juana Viale”. Sigue sin divertirme que la gente me conozca. O que me tiren su mejilla para un beso.
–¿Espanta al público? ¿Firma autógrafos?
–Depende de las formas y el cuándo. Si hay ubicación, te dedico una frase, me saco fotos. Caso opuesto... No sé, prefiero pagarme la entrada y evitar las premières. Aunque la última vez fui a ver una obra, llegué a la sala y... ¡se cumplían las 200 funciones y ardía de medios!
–¿Seguro que usted es la nieta de Mirtha Legrand? De tal palo, ninguna astilla.
–Considerá que si me hubiese subido a su fama de nena, ahora sería una freak. Mi abuela es un caso especial. No sé si me gusta demasiado la Mirtha Legrand pública. Sí me encanta la abuela Mirtha.
“¿Otro café con crema?”, se anticipa, observadora, a la preferencia del periodista. Le agradecemos. “¡Mozo!”, solicita el café con crema, y agrega “¡Y repito mi lágrima!” (la tercera). Valora que hayamos dejado el grabador a un lado, que anotemos sus respuestas en un cuaderno. “Igual que yo. En general apunto lo que se me va ocurriendo”, saca de su bolso una pequeña libreta oscura. “Nunca falta en la cartera de esta dama”, parafrasea, de la misma manera que nunca, enfatiza, le falta un libro que leer. “Ahora me prendí con Los Borgia, de Mario Puzo”, muestra. “En lugar de gastar en ropa, gasto en libros. Me acabo de comprar nueve de un saque”, señala.
“Uso pilchas que me regalan o intercambio. Lógico, me maravillan los diseños de Dolce&Gabbana, una cartera de Prada... Por suerte, me las presta mamá. Ahí zafé”, concede antes de negarse a revelar su marca de perfume (“Sólo lo huele de cerca quien debe olerlo”), confesar que dejó el cigarrillo cuando amamantó a sus hijos, admitir su debilidad por el mate y la charla y por la voz de las cantantes femeninas (“¿La lista? Sinéad O’Connor, Rihanna, Pink, Loreena McKennitt, Joni Mitchell, etcétera”), comentar que viene de “perder” varios celulares, de borrarse del Facebook y de aceptar el ingreso al hogar, tras años sin televisor, de un plasma. “Pusimos uno por Gonzalo –explica–... Ambar (5) se crió sin tele. En lo personal, quizá sintonice Animal Planet o Tom y Jerry, sin volumen, y lo acompañe con música de la computadora, desde la que –aparte– sólo leo y mando mails”, detalla quien habita un departameno de planta baja y patio en Barrio Parque, donde abundan los papeles para dibujar, los Voligoma y la brillantina, ladran los perros Ali y Tuma y –sostiene–, asombran el jardín y la cantidad y variedad de colores de sus plantas.
–Epa, un costado singular el suyo, el de floricultora...
–Exacto. Hay mucho que no se conoce de mí. Soy una chica normal, que prefiere el bajo perfil, cuyo único vicio publicable son los tatuajes (siete: cuatro en la espalda, uno en la cintura, dos en los tobillos), que no soporta el encierro, añora viajar y nada dos o tres veces a la semana, porque adora el estado de relajación que le brinda el agua.
–¿Obsesiva de su figura, además?
–Ni medio. Puedo tener estrías y celulitis y jamás saldré a comprar cremas para aplacarlas. No sé mis medidas: apenas que calzo 38. Intento mantenerme lo mejor posible y, a la vez, mostrar las huellas del tiempo. No me operaría. Mi única cicatriz es la cesárea de Silvestre (1), que nació sietemesino. Hay que saber estar arriba de la ola y surfear si comienza a bajar. Vivimos en una sociedad súper mirona y estética. Que el jean small, la cola parada y redondita... La cosa no es así.
–Ah, ¿cómo es la cosa? ¿Se animaría a un desnudo?
–Obvio, en Las viudas de los jueves habrá un desnudo mío. Me llevo bárbaro con mi cuerpo.
–¿Qué parte le atrae en especial?
–Me atrae mi torcido dedo pequeño de la mano derecha (lo muestra). Me lo quebré de nena, cayendo en una escalera.
–Dedo al margen, si don Aladino, el dueño de la lámpara, le ofreciera dos deseos físicos, ¿qué se pondría o sacaría?
–Pediría rulos afro y una mayor altura, puesto que no llego ni al metro setenta.
–Confiese qué le ponderan los hombres.
–Quizá la cara, quizá los ojos (verdes amarronados). Hubo caballeros que los piropearon, me los tapé, les pregunté su color y no supieron responderme.
–Carla Peterson nos confesó durante el verano que de jovencita fue ‘hombreriega’, algo así como mujeriego para el hombre. Hubo caballeros, sostuvo. ¿Muchos en su historia?
–Acepto unirme a la asociación de Carla. Disfruté, disfruté (carcajada). La vida es corta. Podés sumarme tranquilamente al rubro “hombreriegas”.
–¿Ya no?
–Maduré. Si penaste grandes sufrimientos por amor, como yo, una muchacha bastante enamoradiza y re-noviera, aprendés a no repetir errores. Maduré, reitero.
–¿Ergo, irá nomás al altar con Gonzalo? ¿El es el hombre de su vida?
–¿Casamiento? Te adelanto que si nos casamos, no organizaremos una fiesta enorme. Lo resolveremos y concretaremos de repente.
–Perdone, no contestó si Valenzuela es el hombre de su vida...
–Mi hijo Silvestre es el hombre de mi vida. Hoy, él, Ambar y mi carrera son todo para mí.
Por Leonardo Ibáñez. Fotos: Santiago Turienzo, Diego Soldini, Haddock Films y archivo Editorial Atlántida.
Luce un short rojo, cinturón, ojotas, musculosa blanca bastante suelta (“No suelo usar corpiño”, informa), un anillo plateado sin inscripción, un aro gigante en forma de flor acompañado por una piedra, nada de reloj (“Me lo robaron en la calle en el ’97 y no volví a calzarme uno”), el pelo atado y sus veinte uñas pintadas de colorado intenso. “Vengo de un casamiento. Me acosté a las 10 AM, hace cinco horas. Terminamos y me vuelvo a la cama –advierte–. Anoche me pisaron y partieron la uña del dedo gordo. Mirala, debería sacármela”, amaga, le rogamos que no; bromeaba. “¿Por dónde arrancamos?”, encara.
“Este, su primer reportaje en GENTE, podríamos iniciarlo por la fecha en que nació”, proponemos. “Okey”, saca la cédula de identidad. “Me presento... Juana Viale (sin el del Carril con el que escriben mi apellido). 15 de abril de 1982. DNI 29 millones y pico; mejor no delatar los ocho digitos. Clínica del Sol, Capital Federal. La hora: poné ‘antes del mediodía’, así nadie intenta leer mi futuro astral. ¿Listo?”, lanza sabiendo la respuesta.
–Faltaría alguna autodefinición.
–Poné “un alma inquieta”.
–Inquieta y dura de entrevistar.
–(Sonríe). ¿Qué necesitás saber?
–Bueno, lo ideal sería preguntarle casi al despedirnos, para que no salga corriendo aterrorizada, lo que a continuación queremos consultarle. Pero...
–Te debés al lector.
–Gracias por entender. ¿En serio se separó, en serio está saliendo con el tenista Gastón Gaudio y compartieron las Pascuas en Miami, en serio padece anorexia?
–(Juega a pararse). Mejor te contesto por partes y me voy. No, no y no. ¿Listo? Adiós.
–Espere. Precisamos aclaraciones, explicaciones, sustancia. ¿Dividimos en tres el interrogante?
–Mirá, Gonza (Valenzuela, 31, actor) y yo aprendimos a convivir con los rumores, y que la mejor manera de combatirlos es no alimentarlos. El está trabajando en Chile, yo pasé Pascuas trabajando acá. Nos hablamos y nos mandamos mensajitos a cada momento. Es un tipo increíble. Pronto vendrá. Y chau, se trata de algo privado.
–¿Privado? El tema explotó como una bomba atómica mediática, cuyos perdigones la acusan a usted de dejar a Manguera, a él de Don Juan, a los dos de infieles...
–Lo único real que existe es una foto mía conversando con Gastón (Gaudio), un amigo de la familia; y que bajé de peso debido a mi exigente ritmo actual (filma el thriller dramático Las viudas de los jueves, a las órdenes de Marcelo Piñeyro, basado en la novela de Claudia Piñeiro, y a la par de Ernesto Alterio, Gloria Carrá, Pablo Echarri, Leonardo Sbaraglia y Gabriela Toscano). No hago dietas ni me cuido con las comidas: me cuido de las personas, que son más peligrosas. Menos al coliflor, le entro a todo. Ejemplo: le doy sin culpa al chocolate, salvo que sea amargo, y soy adicta a los palitos de la selva. Y cerremos la cuestión. Si no, me estaría pisando en lo que, entiendo, nutre tanto chisme suelto. Avancemos.
–¿Entonces no se va a ir del reportaje?
–Era un chiste.
–Llama la atención semejante conducta, Juana. ¿El medio logró domarla?
–Dejé de nadar contra la corriente, que no es lo mismo que dejarme llevar. Sucede que trabajé de promotora, estudié publicidad, historia del arte, dibujo, teatro, inglés y cocina; residí en Nueva York, Los Angeles y San Francisco; incluso, encabecé campañas de ropa. Sin embargo, me convencí de que mi vocación va por el sendero de la actuación. Ojo, nadie me domó, eh. Noches atrás salí a comer. “¿Vos sos quien creo, la nieta de Mirtha?”, me tocaron la espalda. “Sí, y también me llamo Juana Viale”. Sigue sin divertirme que la gente me conozca. O que me tiren su mejilla para un beso.
–¿Espanta al público? ¿Firma autógrafos?
–Depende de las formas y el cuándo. Si hay ubicación, te dedico una frase, me saco fotos. Caso opuesto... No sé, prefiero pagarme la entrada y evitar las premières. Aunque la última vez fui a ver una obra, llegué a la sala y... ¡se cumplían las 200 funciones y ardía de medios!
–¿Seguro que usted es la nieta de Mirtha Legrand? De tal palo, ninguna astilla.
–Considerá que si me hubiese subido a su fama de nena, ahora sería una freak. Mi abuela es un caso especial. No sé si me gusta demasiado la Mirtha Legrand pública. Sí me encanta la abuela Mirtha.
“¿Otro café con crema?”, se anticipa, observadora, a la preferencia del periodista. Le agradecemos. “¡Mozo!”, solicita el café con crema, y agrega “¡Y repito mi lágrima!” (la tercera). Valora que hayamos dejado el grabador a un lado, que anotemos sus respuestas en un cuaderno. “Igual que yo. En general apunto lo que se me va ocurriendo”, saca de su bolso una pequeña libreta oscura. “Nunca falta en la cartera de esta dama”, parafrasea, de la misma manera que nunca, enfatiza, le falta un libro que leer. “Ahora me prendí con Los Borgia, de Mario Puzo”, muestra. “En lugar de gastar en ropa, gasto en libros. Me acabo de comprar nueve de un saque”, señala.
“Uso pilchas que me regalan o intercambio. Lógico, me maravillan los diseños de Dolce&Gabbana, una cartera de Prada... Por suerte, me las presta mamá. Ahí zafé”, concede antes de negarse a revelar su marca de perfume (“Sólo lo huele de cerca quien debe olerlo”), confesar que dejó el cigarrillo cuando amamantó a sus hijos, admitir su debilidad por el mate y la charla y por la voz de las cantantes femeninas (“¿La lista? Sinéad O’Connor, Rihanna, Pink, Loreena McKennitt, Joni Mitchell, etcétera”), comentar que viene de “perder” varios celulares, de borrarse del Facebook y de aceptar el ingreso al hogar, tras años sin televisor, de un plasma. “Pusimos uno por Gonzalo –explica–... Ambar (5) se crió sin tele. En lo personal, quizá sintonice Animal Planet o Tom y Jerry, sin volumen, y lo acompañe con música de la computadora, desde la que –aparte– sólo leo y mando mails”, detalla quien habita un departameno de planta baja y patio en Barrio Parque, donde abundan los papeles para dibujar, los Voligoma y la brillantina, ladran los perros Ali y Tuma y –sostiene–, asombran el jardín y la cantidad y variedad de colores de sus plantas.
–Epa, un costado singular el suyo, el de floricultora...
–Exacto. Hay mucho que no se conoce de mí. Soy una chica normal, que prefiere el bajo perfil, cuyo único vicio publicable son los tatuajes (siete: cuatro en la espalda, uno en la cintura, dos en los tobillos), que no soporta el encierro, añora viajar y nada dos o tres veces a la semana, porque adora el estado de relajación que le brinda el agua.
–¿Obsesiva de su figura, además?
–Ni medio. Puedo tener estrías y celulitis y jamás saldré a comprar cremas para aplacarlas. No sé mis medidas: apenas que calzo 38. Intento mantenerme lo mejor posible y, a la vez, mostrar las huellas del tiempo. No me operaría. Mi única cicatriz es la cesárea de Silvestre (1), que nació sietemesino. Hay que saber estar arriba de la ola y surfear si comienza a bajar. Vivimos en una sociedad súper mirona y estética. Que el jean small, la cola parada y redondita... La cosa no es así.
–Ah, ¿cómo es la cosa? ¿Se animaría a un desnudo?
–Obvio, en Las viudas de los jueves habrá un desnudo mío. Me llevo bárbaro con mi cuerpo.
–¿Qué parte le atrae en especial?
–Me atrae mi torcido dedo pequeño de la mano derecha (lo muestra). Me lo quebré de nena, cayendo en una escalera.
–Dedo al margen, si don Aladino, el dueño de la lámpara, le ofreciera dos deseos físicos, ¿qué se pondría o sacaría?
–Pediría rulos afro y una mayor altura, puesto que no llego ni al metro setenta.
–Confiese qué le ponderan los hombres.
–Quizá la cara, quizá los ojos (verdes amarronados). Hubo caballeros que los piropearon, me los tapé, les pregunté su color y no supieron responderme.
–Carla Peterson nos confesó durante el verano que de jovencita fue ‘hombreriega’, algo así como mujeriego para el hombre. Hubo caballeros, sostuvo. ¿Muchos en su historia?
–Acepto unirme a la asociación de Carla. Disfruté, disfruté (carcajada). La vida es corta. Podés sumarme tranquilamente al rubro “hombreriegas”.
–¿Ya no?
–Maduré. Si penaste grandes sufrimientos por amor, como yo, una muchacha bastante enamoradiza y re-noviera, aprendés a no repetir errores. Maduré, reitero.
–¿Ergo, irá nomás al altar con Gonzalo? ¿El es el hombre de su vida?
–¿Casamiento? Te adelanto que si nos casamos, no organizaremos una fiesta enorme. Lo resolveremos y concretaremos de repente.
–Perdone, no contestó si Valenzuela es el hombre de su vida...
–Mi hijo Silvestre es el hombre de mi vida. Hoy, él, Ambar y mi carrera son todo para mí.
Por Leonardo Ibáñez. Fotos: Santiago Turienzo, Diego Soldini, Haddock Films y archivo Editorial Atlántida.